domingo, 6 de noviembre de 2011

Zombi


No son muertos vivientes, sino vivos moribundos (iba a escribir “vivos murientes”, pero no me deja el corrector ortográfico de word, maldición). Entonces lo dicho, Zombi es una novela negra que versa sobre vivos que se están muriendo, como todo el mundo. Aunque eso sí: estos vivos, a diferencia de la mayoría, tienen una fecha de caducidad cruelmente próxima, a causa de algunas terribles enfermedades que padecen. Esa cercanía ineludible del final los convierte ante su propia mirada, también desde la perspectiva que toman del mundo y respecto a sus acciones, en perfectos muertos en vida. Ese es el meollo moral de la novela, asunto en absoluto baladí porque, que yo sepa, toda novela es una fábula de índole moral y no otra cosa (y quien dijere lo contrario, o miente o intenta engañarnos). Por tanto: ¿Qué haría usted, tú, yo, él, aquellos, si supiésemos que vamos a morir en, digamos, seis meses?

La respuesta no es automática. No existe un código de referencias conductuales que establezca relación necesaria, obligatoria, entre el planteamiento (voy a morir dentro de poco) y la reacción al axioma. Cada cual interpretará a su modo y medida de las cosas tan arrasadora evidencia. A un intelectual español vigesémico le preguntaron qué haría si tuviese la certeza de que al día siguiente el mundo iba a acabarse. “Intentaría aprender un idioma”, fue su respuesta. Los personajes de Zombi, por el contrario, no tienen mayor interés en los idiomas ni en ningún otro aprendizaje desvinculado del dolor, que es expresión muy viva (a pesar del estado preagónico en que transitan por la novela), de su propia desesperación. La única salida entre comillas que encuentran es formar una Cofradía de Moribundos y declarar la guerra a todo, a todos e incluso a ellos mismos.

Hay en este último punto, no obstante, una matización que hacer. Zombi no es la crónica de un conflicto de la noche contra el día, la vida contra la muerte, lo socialmente correcto contra lo inaceptable, el mal contra el bien... sino que el autor, por motivos que exceden a las posibilidades de este comentario, decide convertir la historia en un minucioso relato de la guerra civil entre desahuciados de la luz, amos de la noche perpetua. El campo de batalla es casi siempre el mismo, ambientes sombríos, sórdidos, inhumanos, donde late lo más oscuro de nuestra realidad: círculos cerrados de Internet que retransmiten peleas a muerte, deplorables burdeles en los que se practican todo tipo de perversiones, barrios marginales donde la heroína es reina y los toxicómanos como señores feudales, depositarios de toda la miseria personal y moral que campa a sus anchas en aquellos entornos; pornografía con final letal, carreras ilegales cuyo objetivo es asesinar al oponente... Un catálogo bastante amplio de crueldades que Juan Diaz Olmedo tiene la virtud (y el cuidado), de no llevar a la demasía, pues en estas continuas descripciones de ambientes mortales, quizás el exceso habría mermado el poder turbador e incluso la verosimilitud de las mismas.

Hay otro proceso interesante que va a poco a poco desarrollándose en Zombi y que a este lector le ha llamado la atención, quizás más que el catálogo de andanzas bizarras de los personajes. Me refiero al proceso de deshumanización, tanto anímico como físico, de esos mismos personajes. Pareciera que la única alternativa para no sufrir la inmediatez de un final irremediable es despojarse del atributo de lo humano, no ser, diluirse en un magma caótico de emociones y sentimientos siempre tiranizados (desvirtuados, perfectamente anestesiados) por la droga, la medicación ilegal y las respuestas emocionales instintivas y, por supuesto, implacablemente primarias. Brutales. Este proceso de degradación se subraya, muy acertadamente, con la fascinación obsesiva de los zombis por transformar su cuerpo mediante tatuajes que les otorguen aspecto cadavérico. Memorable el capítulo que transcurre en el estudio de tatuajes, con propuestas de escoriaciones, “transhumanización” y todas esas burradas que pueden verse en algunas revistas del género, también en ciertas páginas de Internet dedicadas a afición autodestructiva del “extreme body modification”. Los personajes de Zombi no se tatúan para parecerse a lo que van a ser dentro de poco, impecables muertos, sino para dejar de parecerse a lo que son: seres humanos que temen a la muerte. Los dientes de metal de la protagonista actúan como una inquietante, muy efectiva metáfora al respecto.

De lectura ágil y “dura”, en ocasiones exigente por el estómago que hay que echar a algunas situaciones, Zombi también cuida, para mi gusto, un detalle sin el cual me habría parecido algo incompleto el relato: la particular lucha que emprenden la protagonistas y algunas de sus amigas contra la gente, detestable, que se lucra del dolor ajeno: brujas, videntes, charlatanes de la medicina “alternativa”, “sanadores”... Parece que las visitas a esta gentuza tienen más de desahogo, violencia casi gratuita, que de justicia; pero eso sí, se trata de una justicia muy poética, por mínima que resulte, y ello hace más interesante y, sobre todo, divertido el relato.

Todo proyecto individual de existencia supone una planificación de la propia muerte. Algunos piensan en la posteridad y cuidan de ella como si fuese su tesoro más preciado. Otros, se conforman con ansiar un final en el que todo quede conforme, marcharse de este mundo sin deudas ni deudores, sin reproches, un “quedar a la par” que es el mejor balance que puede hacerse de una vida. Pero, claro: esa planificación puede abordarse con un mínimo de sosiego cuando se tiene tiempo por delante (o se cree que se tiene, porque la guadaña pasa cuando menos lo espera uno). Si, para catástrofe del negocio, se anuncia el vencimiento a fecha fija, y encima la fecha está a la vuelta del calendario... ¿Quién tendría serenidad suficiente para encarar el trance con actitud imperturbable? Yo no sé lo que haría, ni usted, ni tú, ni él ni aquellos. Por eso, juzgar esta algarada de zombis no es sencillo. Mejor dejarlos a solas con su destino y, tal como se sugiere en la novela, que hagan lo que puedan con sus vidas y sus muertes. Cada cual a lo suyo. Y sin rencores.

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