viernes, 31 de agosto de 2012

Los autores nuevos más antiguos del mundo

La editorial Menoscuarto acaba de publicar una antología de microrelatos bajo el título Mar de pirañas (uff...), en la cual se compila, a decir de los propios editores (y supongo que a criterio del antólogo),"una muestra plausible de la calidad y exigencia de estos nuevos nombres del microrrelato español". Pues vale.
Entre los nuevos nombres de este género que lleva veinte años poniéndose de moda hay algunos que, en efecto, son muy nuevos y no dudo que muy prometedores, ya valiosos por lo general, De otros no sé si son novedosos o veteranos porque, sinceramente, no me suenan de nada. Y otros... ¡Ay, Cristo de Borja! Otros antologados (mejor dicho, sus nombres en esta colección), confirman hasta la parodia aquello que proclamase en cierta ocasión Manuel Vázquez Montalbán con no pocas ganas de guasa: "Los escritores jóvenes españoles son los más viejos del mundo". Atentos a la muestra de voces emergentes en el género: Felipe Benítez Reyes, Fernando Iwasaki, Almudena Grandes, Andrés Neuman, Ángel Olgoso, Ignacio Martínez de Pisón, Carlos Castán, Eloy Tizón, Óscar Esquivias, Manuel Moyano, Hipólito García Navarro...

De los dichos, y cualquiera que me conozca lo sabe, hay algunos a los que admiro rendidamente y cuya amistad me honra y me ha alegrado la vida durante muchísimo tiempo. Y ese es el problema, claro: el muchísimo tiempo de trayectoria que les ha costado, al parecer, reunir méritos suficientes para "entrar" en esta antología. Nuevos, lo que se dice nuevos... son tan nuevos como Arturo Pérez Reverte escribiendo best-seller´s. Algunos, incluso, son bastante más veteranos. Y tampoco es nueva esa costumbre de "ajustar" antologías  y presentarlas a los lectores como el bizcocho de Ranmoneta, que quiso ser mona y se quedó en rosquilleta (entiéndase lo de "mona" por mona de Pascua). En fin, que si lo pretendido es publicar a nuevos autores de los que verdaderamente debería reunirse una antología, pero sus nombres son demasiado desconocidos y necesitan el apoyo de otros con sólida trayectoria... ¿Qué problema hay en decirlo y reconocerlo? ¿La verdad es molesta o inconveniente para los lectores? Yo creo que no, que al final la agradecen porque, A).-Se evita tomarlos por un hatajo de cándidos; y B).-Se les ofrece una información documentada, lo que siempre viene bien, bastante mejor desde luego que un delirio publicitario en el que creerá el que quisiere y por los motivos que que se le antojen. ¿Había mucho problema en llamar a estas Pirañas "Antología del microrelato español"?

Está visto que algunos editores y algunos expertos en la materia, si no meten la liebre en la gatera no son felices. A última hora, la pura realidad, dejémonos de bobadas: ¿Por qué lo llaman antología cuando su verdadera fábrica es "He levantado el teléfono y llamado a algunos conocidos para ver si hacemos un libro que se venda bien aunque, compréndelo, pagarte no te podemos pagar, si bien considera lo bien que te vas a sentir cuando tu nombre aparezca junto a los de... "?

Si es que no tienen remedio.

miércoles, 29 de agosto de 2012

Asumir, interpretar la ambigüedad de lo real

 Suele afirmase que por lo general los artistas están bastante locos, o medio locos, y la mayoría de las personas “normales” se muestran de acuerdo. Estrafalarios, caprichosos, inestables, vanidosos, neuróticos... La gente del arte, a menudo por méritos propios, ha ganado en el transcurso de los últimos siglos concluyente fama de pirados.

Lo cual no deja de ser un lugar común tan falso como todos los tópicos, una verdad a medias que zanja la cuestión y resuelve el problema por el método falaz de simplificarlo hasta convertirlo en parodia. Es un mecanismo muy humano y muy consonante con la ley de economía de esfuerzos cuando intentamos comprender el auténtico significado de cualquier fenómeno. No nos ponemos de acuerdo (pongamos por caso), en valorar a un personaje público, un político o alguien con influencia en la sociedad; pero todos coincidimos en reconocer su parodia, el esperpento de “la cosa” sobre la que nuestras opiniones divergen. Por ese motivo el discurso humorístico tiene aceptación universal, salvo casos extremos de intransigencia.

Sirva (o no sirva, por lo que pido disculpas) el anterior excurso para poner en activo la proposición de este artículo: la supuesta demencia o cuasilocura de muchos artistas reconocidos es una enorme falacia. La disertación delirante del alienado es estéril de raíz, no habla de otro asunto ni describe más evidencia que el propio desvarío y es inhábil para representar, mucho menos interpretar, cualquier realidad por poco compleja que sea. No es el caso de ningún artista contemporáneo, que se sepa.

Carlos Castilla del Pino afirmaba en El proceso de degradación de las estructuras delirantes (1957), que la locura supone, en lo básico, la incapacidad del sujeto para sumir, aceptar y vehiculizar racionalmente la ambigüedad propia de lo real. Por esa razón el delirio demente es siempre inambiguo, obsesionado por establecer referentes inalterables sobre una supuesta objetividad tiranizada por el prejuicio, perpetuamente bajo el férreo y “degradado” punto de vista de quien la caracteriza y le niega cualquier posibilidad de matización, gradación o indeterminación. Es el discurso enfermizo del esquizofrénico (“Como mi familia me odia, me he quedado sin trabajo”; “Como mi familia me odia, estoy sometido a una inspección fiscal”); del celoso compulsivo, del fanático de cualquier ideología, del perturbado que tiene dividido y estructurado el mundo en “buenos y malos” y achaca todo cuanto (le) ocurre a esa perversa maquinación que enfrenta fatalmente, sin tregua, a unos con otros. En definitiva, y por no extenderme: el discurso alienado es incompatible con la creación artística, por muy raros que nos parezcan muchos artistas, sus vidas y maneras de expresarse.

No siempre ha sido así, claro está. La excentricidad, incluso la psicopatía (el célebre malestar en la cultura), son rasgos característicos del artista/sujeto aparecido tras la consolidación de la burguesía como clase dominante, y su ideología como hegemónica, en las sociedades de occidente. En períodos anteriores de la historia, el artista era un a modo de “artífice” al servicio directo de los poderosos, mecenas, reyes, comerciantes. príncipes, dignidades eclesiásticas y, en definitiva, de quien pudiese pagar su talento. Su individualidad no contaba, no era relevante. Si sus vidas privadas resultaban inconvenientes, hacían todo lo posible por ocultarlas, camuflarlas o incluso falsificarlas mediante el uso de añagazas, seudónimos, heterónimos, etc. Apenas encontramos rasgos de verdadera excentricidad en artistas anteriores al siglo XVII en su fase final y principios del XVIII. Sólo algunos nombres apuntan en este sentido, cada cual por diferentes causas: El Bosco, Caravaggio, probablemente Shakespeare...

Es con el nacimiento y arraigo del pensamiento burgués y la reivindicación de la individualidad y libertad como elementos necesarios a la creación, cuando comienza a hacerse popular la imagen del creador artístico “bohemio”, un ser inadaptado, atrabiliario y con frecuencia víctima de serios padecimientos psicológicos. Y esto sucede, lógicamente, porque la libertad y exaltación de la individualidad implican enfrentar de inmediato la responsabilidad de analizar el sentido de cada existencia, cada acto, cada decisión. El ser humano deja de formar parte de un mecanismo armónico donde el Cielo dicta el destino y el Rey administra la voluntad divina. La libertad exige aceptación del caos como reto ante la voluntad racional. La afirmación de la individualidad conlleva el reconocimiento de la soledad en sus dos principales vertientes: la espiritual (libre el individuo de la sujeción colectiva/tribal a una creencia transcendente que es de obligado cumplimiento); y la radicalmente física, la soledad real que acompaña al ser humano desde el nacimiento a la muerte. De todo lo cual se deduce sin mucho esfuerzo que el temperamento artístico, siempre fluyendo y siempre indagando en aquellos ámbitos donde todas las preguntas tienen sentido y ninguna respuesta definitiva es posible, traslade su inquietud a los territorios del desasosiego. A esa locura, algunos autores la llaman “exceso de lucidez”.



Al respecto, en las últimas semanas he leído algunos artículos sobre el célebre cuadro El grito, de Munch, así como el libro que Fuensanta Niñirola dedica a la biografía del genial pintor (Munch. El alma pintada, 2012). Parece como si El grito fuese la conclusión, el último peldaño y gesto final de desesperación de un artista cuya existencia, desde la primera infancia, estuvo marcada por la enfermedad, la locura y la muerte.

La explicación más difundida sobre este cuadro es que Munch, al regreso de una de sus visitas al psiquiátrico donde estaba ingresada su hermana Laura, escuchó los alaridos que lanzaban los enfermos mentales al mismo tiempo que los procedentes de un matadero cercano. Con ser una interpretación verosímil y bastante fundamentada, mi opinión difiere en este punto.

El grito no llega desde el exterior, aterrorizando a la imagen antropomórfica que protagoniza el cuadro; el grito nace del interior de ese ser, descubierto a sí mismo en abismal soledad, mínimo, indefenso, arrollado por la aplastante potestad de un cosmos que lo contiene y al mismo tiempo lo aniquila.

Si la individualidad no tenía importancia en épocas medievales (sigue sin tenerla en algunas culturas contemporáneas, sobre todo en el ámbito de influencia del pensamiento oriental), tampoco es capaz de sobreponerse a su terrible, aterradora labilidad ante un universo del que tenemos lúcida conciencia y del que somos perfectamente prescindibles. Así explicaba el propio Munch la experiencia de la que surgiría el cuadro: “De repente el cielo se volvió de un rojo sanguinolento, y sentí un estremecimiento de tristeza. Un angustioso dolor me oprimía el pecho... Mis amigos siguieron caminando mientras yo me quedaba atrás, temblando, aterrorizado, y sentí el grito inmenso, infinito de la naturaleza”. Munch, en ese momento, acababa de descorrer todos los cerrojos de su espíritu para que en el mismo penetrase la implacable ambigüedad de lo real. El grito no es la obra de un hombre que pasó parte de su vida ingresado en sanatorios psiquiátricos, sino el testimonio de lucidez, de máxima cordura, del individuo que percibe y reconoce la soledad-escisión como condición esencial a la existencia humana.

Lo ambiguo y su aceptación, por tanto, parecen la única forma razonable de cordura. Quien anhele y suspire por una realidad inambigua de todo o nada, de blanco o negro, delirante en su pretensión sobre lo conveniente y lo improcedente, lo sano y lo pernicioso, puede acogerse al discurso más trabajado y extendido que conocemos al respecto: la política/fábula “de buenos y malos” formulada por los políticos que a veces nos merecemos. Eso sí es, con frecuencia, una auténtica locura.

martes, 28 de agosto de 2012

El joven Borges

¿Por qué los medios de comunicación y las editoriales siempre utilizan la imagen del Borges anciano? Esa expresión entre venerable y ladina, la facundia porteña amalgamada con la seriedad y el rigor británicos, la súbita brillantez de lo ingenioso y lo bellamente oscuro de lo trascendente, es el paisaje de fondo con que Borges edificó su leyenda. Al final consiguió lo que se proponía: convertirse en su mejor creación literaria. Ni siquiera se privó de la ceguera, último matiz imprescindible a quien hizo de su vida (o mejor dicho: su estar en la vida), un corto relato de visiones deslumbrantes y una larga relación de anécdotas y frases memorables. La obra de Borges sin el personaje Borges sustentándola tendría el mismo valor que la de cualquiera de sus queridos poetas bonaerenses de finales del XIX. La obra fascinante pero no definitiva de "un italiano que habla español y cree que es inglés".

lunes, 27 de agosto de 2012

Revolución: día y hora, por favor


Muchos de mis amigos en las redes sociales se han apuntado a la revolución por Internet, lo que me parece una actitud loable, muy coherente con la situación de injusticia y atropello que casi todos sufrimos y que unos definen como crisis económica y otros, más llanamente, como expolio de los más necesitados por parte del sistema financiero y una orgía de despilfarro organizada, administrada y disfrutada por la clase política más chusma de occidente; la cual, por desgracia, resulta ser la nuestra.

Que ya digo que me parece muy bien. Adherirse a la revolución social por tarifa plana es mejor que no hacer nada en absoluto, y además dice mucho a favor de los principios y sentimientos democráticos, humanitarios y solidarios de todos esos amigos a los que hago referencia. Aunque eso sí, un ruego muy encarecido tengo que hacerles: se coordinen y se pongan de acuerdo en dos cosas importantes, a saber...

-Quién es el sujeto revolucionario (clase social, colectivo o alianza estratégica) que convoca la gran y definitiva movilización. Abstenerse individualidades, la fase de mesianismo y culto a la personalidad ya la tengo superada.

-Cuándo empiezan las maniobras de verdad.

No es broma, lo juro por la salud de Fidel Castro. Tengo un lío importante en la cabeza sobre estos dos asuntos porque cada día recibo, literalmente, cientos de convocatorias, a  cuál más urgente, importante, decisiva... Y los voluntariosos promotores son tantos y tan dispares como disperso está el asunto. Desde el colectivo anti-taurino de Toledo a los parados de un pueblo de Huelva, desde una Huelga General de Consumo al boicot de las grandes empresas energéticas, de la marcha gordiliana por etapas en Andalucía Imparable a la reunión inmediata de una Asamblea Constituyente que redacte la bases ético-jurídicas de la nueva sociedad que emerge, y la toma del Parlamento, y la ocupación de latifundios, y que me dedique a mangar en el supermercado de la esquina ... En fin... Todos y todas llenan a diario mi correo electrónico, mi muro en facebook, mi perfil de google y mi cuenta de twitter con iniciativas solapadas unas a otras, en cantidad tan abundosa que si estuviera dispuesto a atenderlas en su completitud necesitaría al menos veinte clones y siete vidas para aproximarme al objetivo.

Un poco de orden y concierto, por favor. No creo que sea mucho pedir. Son cuestiones de método elementales: Si es necesaria una sociedad alternativa, cuál; si alguien convoca y solicita el apoyo de las masas para instaurarla, quién; si es perentorio hacerlo, cuándo.

Por lo demás, a disposición de la causa quedo. En cuanto me levante de la siesta, lleve a vacunar al perro (le toca veterinario y el pobre no tiene la culpa de nada... Me refiero al chucho), y acabe de ver los dos capítulos de Juego de Tronos que me quedan de la segunda temporada, me pongo a ello seriamente. Pero eso sí, por favor, y no quisiera parecer pesado: me digan si va en serio o si la idea es de las de espantar moscas con el rabo a falta de mejor entretenimiento cibernético.

Saludos y mucho ánimo, y a ver si de una vez cogemos la moto por el manillar. (No escribo "al toro por los cuernos" para no herir sensibilidades pro-derechos zoológicos).

domingo, 26 de agosto de 2012

Houellebecq, que mal nos caes

Michel Houellebecq se empeña en mostrar al individuo contemporáneo tal como parece ser: indigente emocional, egoísta y asustado. Los biempensantes no se lo perdonan.

Insensible, misántropo, islamófobo, racista, misógino… la personalidad y obra de Michel Houellebecq acumulan epítetos muy mal avenidos con el dogma y sabiduría PC (politically correct para los expertos en bien pensar); y cada vez que abre la boca o publica una novela se le vienen encima el séptimo de caballería, la guardia prusiana y la democrática policía del pensamiento. Sus lectores habituales, aunque muy numerosos en Francia y más benevolentes que sus críticos, tampoco lo adoran sin reservas. Michel Houellebecq posee la dudosa virtud de perturbar y, en líneas generales, hacer sentir mal a quienes lo consideran uno de sus escritores más o menos de referencia. No se puede ser tan frío, dicen. No se puede ser tan implacable, lúcido y exasperantemente imparcial respecto a la mugre de nuestra civilización (y encima tener éxito), sin ganarse enemigos a puñados. Admitámoslo: Es un tipo que cae mal.

La noche de cristales rotos que Houellebecq organizó contra sí mismo fue su novela Plataforma. Se atrevió a siluetear un personaje moralmente plano y sexualmente ávido que confunde el amor con el placer sin responsabilidad, el bienestar anímico con la indiferencia emocional y, cómo no, el éxito con el dinero. Y encima ese individuo (ya te digo, impresentable), tiene la osadía de embarcarse en una divertida relación carnal, probablemente amorosa y sin duda financiera, con una espléndida mujer que triunfa en el negocio de los viajes organizados gracias al principal atractivo de su agencia: el turismo sexual.

Sexo, turismo y feministas cabreadas

Michel Renault, el indolente protagonista de Plataforma, podría ser rotundo paradigma del nuevo ciudadano civilizado, por lo general sumiso aunque a veces en busca de algún sentido para su existencia, a ser posible algo de más estímulo que engordar en la granja de las clases medias europeas. Lo malo es que dichos alicientes fuera de la grisura cotidiana suelen inclinarse hacia el mismo norte: sexo grato y barato. El prototipo, si bien imitado por nuestros contemporáneos cuando se convierten en masa vacacional que rastrea placeres efímeros y furtivas transgresiones playeras, repugna a las gentes avezadas en probidad antropológica, desasosiega a muchos lectores e indigna a los militantes de la bondad universal. Es frecuente en estos casos echar la culpa al mensajero, y eso fue lo que sucedió con Houellebecq en cuanto sus novelas comenzaron a hacerse célebres. Tras la publicación de Plataforma (2001 en Francia, 2002 en España), Houellebecq fue inmediatamente incluido en el índice de los abucheados y se promulgaron bula y venia para execrarle.

Puritanos religiosos, notables izquierdistas y la élite del feminismo comme il faut consideran a Houellebecq un pornógrafo machista que hace apología del turismo sexual sin ninguna clase de escrúpulos. Incluso en algunas web’s se señala a Plataforma como una especie de guía soterrada para los aficionados a esta clase de esparcimientos, con la infamante acusación añadida (más bien sugerida), de pederastia y explotación sexual de los parias de la tierra. Y aprovechando que el argumento de Plataforma se cierra con un (literalmente) explosivo final, también los incondicionales del diálogo de civilizaciones tuvieron su motivo de queja: Houellebecq es un racista y un islamófobo porque en su novela ocurre algo tan insólito como que unos terroristas musulmanes hagan estallar una bomba.



Nuevas Fronteras, en la imaginación novelesca de Houellebecq, es una empresa de vacaciones organizadas que se dedica al entretenimiento más antiguo del mundo: visitar lugares nuevos y fornicar a demanda y sobre la marcha, tanto con los compañeros de viaje como con los lugareños. Es la excusa ideal (eximente casi completo) para desinhibir los entramados de culpa, pudor o timidez que pudieran turbar el ánimo de los clientes de Nuevas Fronteras. Estar de vacaciones y lejos del propio domicilio se propone como una audaz metáfora, simulacro de libertad que justifica la obsesiva pesquisa del placer. El trabajo, los horarios y responsabilidades cotidianas, aborrecidas por el buen ciudadano, representan por tanto a la negación de la autorrealización, un atisbo perpetuo de la muerte espiritual en que habitan las insignificantes piezas del mecanismo. La alternativa no poco irónica y en exceso cruel que traza Houellebecq nos devuelve una imagen deprimente sobre las aspiraciones superiores de estos desdichados individuos: las vacaciones pagadas y el sexo mercenario son la única vía para entretener la abulia moral, emocional y ambiental de sus vidas. El oficinista, el vendedor de coches, el ejecutivo de una fábrica de productos alimentarios… todos cuantos viven asfixiados por la mecánica del mercado, la cual se resume en la tríada maldita de "trabaja, consume y muere", sueñan con el radiante Thermidor que por lapso de dos semanas los liberará de su condena: viajar a Tailandia o Cuba, acostarse con una prostituta y sentirse libres por unos segundos, el tiempo preciso y valiosísimo que dura un orgasmo a precio módico.

Pero la realidad es tozuda y, a mayores inconvenientes, no está el mundo ni mucho menos el tercer mundo para alegrías tan llamativas. El hotel donde Michel Renault y sus amigos se alojan sufre un terrible atentado terrorista, perpetrado por una organización islámica que ve en las actividades de Nuevas Fronteras un intolerable insulto a las tradiciones, cultura y dignidad de su país y sus creencias ya de por sí montaraces. Todo acaba con una segunda y casi igualmente dañina explosión… de moralidad. Cuando se produce el atentado, las autoridades y organizaciones civiles de toda Europa apoyan sin reservas a las víctimas sobrevivientes y lloran a los fallecidos. Pero cuando se conocen los motivos del cazador, la conciencia escrupulosa del biempensar se revuelve contra Nuevas Fronteras, sus directivos, accionistas y clientes. Cada pecado tiene su castigo y el abochornante vicio del turismo sexual ha recibido lo que merece. En el fondo, quienes colocaron la bomba hacían un riguroso servicio a la causa de la integridad humanitaria, el decoro y respeto que deben estar presente en las (sic) “relaciones entre países soberanos y entre civilizaciones diferentes”. Houellebecq, como ven, no deja de hurgar en la herida hasta el final de la novela.

Criticar al Islam es reaccionario

Ningún escritor puede ser denunciado por lo que opine un personaje de ficción en una de sus novelas, de modo que los detractores de Houellebecq tuvieron que recurrir a la paciencia. No era suficiente manifestar reproche o desacuerdo con las ideas conductoras de sus novelas porque el pensamiento único jamás se conforma con la reprimenda ética; para ellos y ellas todo lo que no está admitido en su ideario es intrínsecamente malo, debe ser ilegal y, en consecuencia, denunciarse ante la autoridad y debatirse en los tribunales de justicia. La oportunidad para el moderno inquisidor llegó a raíz de una entrevista concedida por Houellebecq a la revista literaria Lire, publicada en septiembre de 2001. “La religión más estúpida del mundo es el Islam”, afirmó. Otra perla: “Cuando lees el Corán se te cae el alma a los pies». Los novelistas, por lo general, no están acostumbrados a contenerse cuando expresan sus ideas en ámbitos diferentes a la ficción, y esas plétoras verbales resuenan con frecuencia. Dicho de otro modo: son unos bocazas. Houellebecq no iba a ser la excepción ni, desde luego, la ideología dominante iba a perdonar aquel desenfado con que despachó sus desavenencias con el Islam.

Fue denunciado y llevado a juicio por varias agrupaciones islámicas y defensoras de los derechos humanos, acusado de “injuria racial” e “incitación al odio religioso“. El proceso y juicio, celebrado en París en octubre de 2002, provocaron un animado debate en la comunidad intelectual (como siempre, qué bien se lo pasan). El tema de la controversia es recurrente: la libertad de expresión y sus límites. Michel Houellebecq fue absuelto de todos los cargos. El tribunal argumentó en la sentencia que las críticas a la religión son perfectamente legítimas en un Estado laico. Tras aquel juicio, Houellebecq quedó en la misma situación en que estaba: venerado por sus incondicionales, entre la admiración y la inseguridad de la mayoría de sus lectores (a nadie le gusta reconocerse demasiado), y denostado como pornógrafo y misógino. Después del incidente islámico, otro tachón: racista sin remedio.



Las amenazas y la presión desatadas por sus afirmaciones sobre el Islam propiciaron que la esposa de Huoellebecq decidiera abandonarlo. Muy afectado, dejó Francia para “tomar aire por un tiempo“. Esa ausencia acabó por ser permanente. Desde aquel entonces reside alternativamente en Irlanda y España, donde escribió su novela La posibilidad de una isla. La publicación de esta obra, aún reciente el altercado con los islamistas, fue un largísimo compendio de intrigas editoriales y quizás también de pequeñas revanchas del autor contra los medios que lo habían asaeteado durante el proceso judicial. Todo ello levantó más suspicacia y malestar hacia Houellebecq (no sé si ha quedado claro: es un tipo que cae mal). En un país donde la literatura sigue siendo media religión, resulta inconcebible que un autor trate a determinados suplementos literarios como si fuesen paparazzi. Algunos críticos manifestaron su convicción, acaso queja, de que “Michel Houellebecq es un ferviente abonado al servicio de escándalos promocionales y además goza de una fiel tribu de adeptos en los medios de comunicación”. El historiador y tratadista Marc Fumaroli, autor de La Diplomatie de l’esprit (ensayo más vendido en Francia durante 2001 y 2002), planteaba la cuestión: “Acaso Houellebecq se ha convertido en el Harry Potter francés para adultos”. Otros sectores de la crítica, sin embargo, no amainan en su preferencia por el autor de Plataforma. Lo consideran “el escritor que mejor describe el sufrimiento ordinario y la frustración de los ciudadanos europeos que viven en una sociedad sin sentido e incapaz de compartir unos valores culturales petrificados” (Eduardo Febbro, 08/2005). En las novelas de Houellebecq la solidaridad es una broma; la soledad, el hedonismo y la violencia interior son características esenciales de la modernidad.

Más madera: Houellebecq también es plagiario

Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda sagrada y la derecha devota colocan a un autor en el poste de la infamia, sólo cabe un augurio para él: habrá bastones aunque no quede madera en el bosque. En esta línea preventiva y de anticipación, la nueva novela de Michel Houellebecq, La carte et le territoire, publicada en español en 2010, fue recibida por el diario El País (06/09/2010), con semejante escandaloso titular: "Acusado de plagio el escritor francés Michel Houellebecq". Cuando el azorado lector de noticias acude al meollo de la tremenda crónica, sucede lo que es propio a estos métodos de delicado linchamiento: todo lo que reluce, deslumbra… y detrás del potente foco cegador no hay nada.



¿Quién acusó a Houellebecq de plagiario? ¿Algún otro novelista? ¿Quizás El País? No por cierto. El País se hizo eco de una información aparecida en Slate.fr, revista digital francesa de la que Washington Post es propietario.

¿Y a quién ha plagiado entonces Michel Houellebecq? Pues, según la acreditada fuente, nada menos que… ¡A Wikipedia!

Slate.fr argumentaba (agárrense, vienen curvas), que Michel Houellebecq "ha copiado frases íntegras", algunas “palabra por palabra”, de la popular enciclopedia internáutica. Mas no cunda el pánico entre los escritores que alguna vez y para documentarse clicaron en dicha web de anónimos contenidos. Según fuentes de la propia Wikipedia, los textos se encuentran bajo licencia de Creative Commons, es decir: son de libre utilización. “Se trata de una banalidad editorial”, han declarado los responsables de la wiki francesa. Habrían agradecido a Houellebecq, sin embargo, que en su novela hubiese citado la fuente.

Difama, que algo queda

Los editores de La carte et le territoire (Flammarion), aclaran que Houellebecq, como cualquier otro autor, utiliza su material documental y lo vierte en “pequeñas citas que no son susceptibles de constituir plagio, lo que sería una acusación muy grave”. Seguramente los consolará aquel célebre aserto: “Si citas a cien autores, has escrito una tesis doctoral; si citas a uno solo, eres un plagiario”. Aún no se ha inventado el terrible descalificativo para aquellos que citan de tapadillo a Wikipedia.

Los animosos investigadores de El País, sin embargo, no pierden la esperanza de que Houellebecq caiga en la miseria moral y espiritual (y a ser posible material). Concluyen su acta acusatoria con una frase para las antologías del periodismo inteligente: “La persecución judicial, sin embargo, es complicada porque deberían iniciarla los autores de los textos supuestamente plagiados”. Ahí está el oro y el lodo del asunto, claro: localizar a los autores de Wikipedia, probar que efectivamente lo son y convencerles para que acudan a los tribunales. No obstante, queda la sutil sugerencia. Anímense los suministradores de contenidos de wikis y, como suele decirse en España, “átame esa mosca por el rabo”.

Y otro…

Lo de Houellebecq casi no tiene enmienda. Cuando uno cae mal, ya se sabe. Como el asunto de Wikipedia no se sostenía de puro ridículo, sus incansables perseguidores encontraron un asunto mucho más grave. Frotándose las manos recibieron la noticia: Michel Lévy, hermano de la presidente de un club de lectores de Houellebecq, denunció a los medios de comunicación que el título de su última novela, La carte et le territoire, lo había birlado el novelista de otra obra de ficción firmada por el mismo Lévy en 1999. Según éste, y considerando la relación de amistad entre Houellebecq y su hermana (no piensen mal, o háganlo, igual aciertan), “era imposible que no supiese que yo había publicado una novela con el mismo título diez años antes”.

Esto ya tiene otra pinta, debieron pensar los alguaciles del Santo Oficio. Una cosa es inspirarse en Wikipedia y otra muy otra fusilar el título de una novela. Todo el mundo sabe que a la hora del marketing un buen título es tan importante como un buen arranque argumental. Considerando la labilidad de estos tiempos tan horteras (en lo que a producción literaria se refiere, en los demás aspectos me dicen que son peores), el título y la portada son casi tan decisivos como el contenido de la obra.

“¡Dimos en el blanco! ¡Lo tenemos!”

Pues tampoco.

Resulta que el propio Michel Lévy, de tanto dar explicaciones sobre el asunto, hechó la red cazadora a su argumentario. Y resulta que el título de la novela (repetimos, La carte et le territoire), está tomado, tanto conceptual como morfológicamente, de un ensayo escrito por el psicólogo y lingüista Alfred Korzybski en los años 30 del siglo XX (última edición en Francia, 2007), titulado Une carte n’est pas le territoire. La frase y lo que implica la frase “un mapa no es el territorio”, enfrentada dialécticamente a su contraria, “el mapa es el territorio”, lleva dando juego en el apasionante mundo de la filosofía del lenguaje desde antes de que Wittgenstein conociese a Gustav Mahler. Por otra parte, voilá, la novela de Lévy es una autoedición que el mismo autor se encargó de imprimir y enviar a multitud de centros e instituciones, incluida la Biblioteca Nacional de Francia (la inmortalidad tira lo suyo). Houellebecq, en efecto, echó la vista al mapa de Korzybski y utilizó la celebérrima frase; el problema es que Lévy confunde el mapa con su territorio.

Para cuando estos últimos detalles sobre la originalidad del título de Michel Lévy fueron conocidos, de nuevo los periódicos españoles se habían cebado con Houellebecq. Esta vez no fue El País, sino su simétrico ABC. Con amplio despliegue documental, el periódico conservador reproducía una por una todas las pruebas aportadas por Lévy sobre el supuesto plagio. ABC no conocía el origen del título en debate, ni falta que hacía conforme a su propósito de disparar primero y preguntar después; consecuentemente, omitió el verdadero origen de la expresión “un mapa no es el territorio”. Si hay previa y firme voluntad de desacreditar sobran los detalles aunque la diferencia entre verdad y chismorreo sea, precisamente, una cuestión de detalles. Me parece que lo he escrito unos cuantos párrafos más arriba: Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda devota y la derecha sagrada colocan a un autor en el poste de la infamia…

El tercer beso

Como no hay daño que no apareje experiencia, ya sabía Houellebecq con qué sonrisa esperaban su novela, en España, los acérrimos vigilantes del espíritu unificador y los severos togados de la plurinulidad cultural. Aún no habían leído La carte et le territorie y ya dos veces acusaron de plagio a su autor. Les faltaba el tercer beso. Cuando la novela se tradujo a nuestro idioma, ¿por qué fechorías sería Houellebecq condenado?. Parece evidente que uno de los peores negocios que se pueden hacer en estos tiempos de crisis (y no me refiero a la economía), es caerle muy mal a ese gremio tan pintoresco, el de quienes por ahorrar esfuerzos inútiles encargan al sastre las vestiduras ya rasgadas.

Cierto, en Francia también hay autorizadas voces que critican a Houellebecq, sus novelas y opiniones, con indudable equidad, ajenas a la ira de los justos y el espíritu de vendetta ideológica. Algunos asertos del novelista sobre Stalin y el stalinismo son impagables, por ejemplo; al respecto sí es sencillo hacer sangre sin desmelenarse demasiado. Pero Francia no es España, los panoramas cultural y literario de ambos países son bien distintos y, sobre todo, Houellebecq no es un fenómeno editorial y mercadotécnico en la vieja Iberia al igual que en Francia. Aquí se le espera con la ceja levantada no porque tenga muchísimos lectores y sus novelas aventen polvaredas y enciendan polémicas. La España virtuosa está alerta contra Houellebecq no porque lo hayan leído, que no, sino porque alguien les ha contado que alguien que dice que lo ha leído ha dicho... ¡Bastante tenemos con lo nuestro para encima perder el tiempo con la prosa de un francés estrafalario, el cual, en el colmo de la extravagancia, no ha tenido mejor idea que afincarse en Almería! Primero, que le corten la cabeza; ya habrá tiempo para juzgarlo.

Nota.- En este artículo se ha citado siete veces a Wikipedia. Debería precisar y señalar con comillas en qué párrafos y sobre qué temas, pero se me antoja más entretenido para el avispado lector que él mismo lo descubra mediante el infalible e implacable sistema de ir escribiendo en la barra buscadora de Google. Lo cual hará quien así quisiere, faltaría más.

sábado, 25 de agosto de 2012

Dolce fare niente

Tenía que haber hecho un montón de cosas esta mañana de sábado, pero la he dedicado a nada. Toda la pereza del verano se me ha acumulado de pronto: las horas de avión sin pegar ojo, las noches de escribir hasta las tantas y luego madrugar para que el perro no eche de menos su paseo matutino; las siestas perdidas (es un decir), de excursión por los alrededores en compañía de Sonia y de mis hijos, tan dispuestos siempre a caminatas (ellos) y a no cabecear a la hora de la digestión (Sonia).
Las tumbadas al sol que no he podido dedicarme a pesar de que la playa está a cinco minutos de casa, porque en este reino de los suevos si no llueve es porque va a llover; los libros que no he podido leer echado en el sofá, como si durmiera en la imaginación de otros y sus gozos y pesadillas fuesen mis sueños; los miles de kilómetros en coche (tal cual), entre La Coruña, León y Asturias que hemos recorrido en los vaivenes de la preboda, boda y postboda. Los anocheceres tardíos y los amaneceres en el aeropuerto, los bostezos de mañana y despejarme las neuronas a base de Cocacola sin azúcar, té rojo y chocolate negro... Todo ese cansancio acumulado ha llegado hoy, ataviado de nostalgia. La virtud de no hacer nada ha despertado... Y con qué benevolencia la he dejado entrar en mi habitación.

Mañana será domingo, y el lunes, seguro, otro día y otra semana. Hoy, lo dicho: nada. Lo dijo el sabio: a quien no hace nada no se le puede pedir más.

viernes, 24 de agosto de 2012

El cristo de Borja

Tampoco es que la imagen original del Cristo de Borja (muy deteriorada a más inri),  fuese la maravilla de las maravillas. Era un Ecce Homo normal y corriente, como todos los eccehomos que hay repartidos por las iglesias del planeta, con su barba al ascético desgaire, su apropiada expresión de dolor por los pecados del mundo y su corona de espinas colocada como debe ser. Vamos, lo que viene siendo un Ecce Homo estándar desde que la iconofilia se convirtió en Religión B del catolicismo.

El fallo de doña Cecilia, pobre, santa mujer, no ha sido malrepintar al famoso Ecce Homo, sino atreverse a ponerle cara de zambullo tirando a Paquirrín con paperas. Los incondicionales de una religión que adora ("rinde culto", dirían los pontífices), toda clase de imágenes y pinturas, que venera estatuas de palo vestidas con seda y oro y aliñadas con fina pedrería y joyas de mil y una noches, que reza a cientos de Vírgenes y a miles de santos, cada cual con soberana potestad ontológica representada en un objeto de adoración, no pueden perdonar a la restauradora del Cristo de Borja lo fundamental de su error: que lo haya hecho tan feo. La fe católica tiene once mil vírgenes, y las once mil, aparte de vírgenes, son guapas. No feas. Su Hijo, necesariamente, debe ser igualmente hermoso, no horroroso.

Cecilia, en sus cortas luces, buenamente y como Dios le dio a entender, acometió la piadosa tarea de restaurar el Cristo. Y lo dejó, en efecto, hecho un cristo. El escándalo no tiene que ver con la fe ni con la doctrina, sino con la estética. Lo cual, en el fondo, resulta alentador. Pues a fin de cuentas... No nos pongamos tiquismiquis y seamos sinceros: ¿Qué es la religión sino, en esencia, una delicada cuestión de estética?

jueves, 23 de agosto de 2012

No veo, no oigo... casi no hablo

No presto atención a los noticiarios de TV (total, lo que más me interesa es la predicción meteorológica, que nunca acierta ni tiene que ver con los nublos y frescos perennes de esta parte del mundo donde ahora habito); no escucho los informativos de la radio, no leo la prensa, ni digital ni en papel; cambio de canal si, zapea que zapea, encuentro una tertulia de esas en las que cuatro o cinco enteradillos hablan de la prima de riesgo. No sé ni me apetece saber sobre este circo. No puedo pasar ocho horas al día durmiendo y dieciséis atiborrándome de información indignada o indignante. Hasta el gorro estoy de la crisis, de los analistas de la crisis, de expertos en solucionar la crisis, de víctimas de la crisis, de movilizaciones contra la crisis, de salvapatrias y robinhood's anticrisis, de expropiadores de supermercados y caraduras que aprovechan la crisis para autorizarse moralmente después de haber chupado del bote durante lustros y décadas, exprimiendo con gusto los néctares del mismo sistema que hoy se desmorona. Que les den dos duros y se metan su crisis por donde no calienta el sol.


Dos cosas malas tiene esta crisis inacabable: la crisis en sí y la cantidad de demagogia, santurronería y estupidez que ha desatado, popularizando el berrido como expresión exquisita de malestar hacia el (des)orden del mundo. Los que hasta ayer eran esclavos felices de la libertad se levantan airados, investidos de razón y justicia, para denunciar el fiasco de un sistema que ya no les funciona. Y los mismos y las mismas que les vendieron el mejor de los mundos, les venden hoy el peor, y todos contentos. Lo importante no es solucionar los problemas sino tener razón. Porque toda esa gente (no imaginaba que fuesen tantos, la verdad), pueden vivir sin la paga de navidad, con el sueldo congelado, reducido... Incluso en el paro pueden resistir (les guste o no, no les queda otra); pero hay algo de lo que jamás estarán dispuestos a desprenderse: la pesunción de superioridad moral. Tremendo: los incondicionales del monovolumen y las vacaciones en Cancún se han reconvertido en guerrilla urbana. Tremendo, pueril y bastante risible. Con estos revolucionarios (el alcalde Gordillo a la cabeza, por favor), hermosa revolución nos espera.

Justamente es lo que les sobra: la fe estomacal en la justeza de su causa y los caprichos de su cabreo. Justo eso y nada más que eso es lo que nos entorpece a todos para empezar a superar el cataclismo, si es que fuese posible. Y si no, tan contentos, oye... Que a mí este naufragio me importa lo mismo que la letra del himno de Portugal.



lunes, 20 de agosto de 2012

A quien madruga...

Por motivos que sólo a Faramio y a mí interesan, esta mañana, a las 07'00, estaba en el aeropuerto de La Coruña. Para entretener la espera y en contra de mis convicciones he entrado en la tienda de quincallería para turistas donde se vende prensa del día y hay expuesta una porción significativa de novedades editoriales, del tipo best-seller.

La visita ha tenido algo bueno: su brevedad. Aunque también ha habido algo siniestro, tirando a sórdido, en esos minutos de abandono entre portadas de colorines con letras en relieve: el esplendor de lo deleznable bajo los focos aplastantes del aeropuerto. Uno traspasa el umbral de esa capilla dedicada al culto efímero del consumo zascandil, pone la vista en los títulos, lee alguna contraportada, se entera de que un bodrio de entretenimiento histórico, escrito por alguien que sabe manejar Word, lleva 4.000.000 de ejemplares vendidos "En todo el mundo" (eso dice la faja publicitaria, sin especificar en qué partes del ancho mundo se ha vendido semejante engendro); comprueba una vez más, otra vez, que el mercado editorial está en manos de una partida de desalmados y sale de allí pitando, jurándose no volver a poner los pies, nunca más, en caverna parecida ni en lo luminoso ni en lo lóbrego.

Faramio sabe que tarde o temprano quebrantaré mi propósito, pues el espíritu está presto pero las esperas en los aeropuertos son demasiado aburridas. Aburrido y con dolor de pies echaré otro vistazo a los éxitos del momento y fijaré la vista en otras portadas, otros colores, otros delirios del diseño y otros títulos que habrán reemplazado en cuestión de semanas a los arrolladores "pelotazos" del momento. Aunque, bien mirado, esa es la gran ventaja del negocio del best-seller: duran lo mismo que el ánimo de un viajero sonámbulo, a las siete de la mañana, para comprar un tocho de seiscientas páginas en las que caben seiscientas estupideces. Del mal, el menos.

domingo, 19 de agosto de 2012

Ya es septiembre

La verdad es que en el noroeste hemos tenido un verano como un banquete quevediano: sin principio ni fin. Y ahora todo queda en suspenso hasta septiembre (como en los tiempos estudiantiles).

Ha sido un verano de brumas, días frescos y noches frías, y de apetencia por la vida sobre todo; por las personas que componen en carne y hueso el único mapa posible de mi existencia.
Sonia tuvo la idea (no sé si del todo sensata), de contraer matrimonio conmigo el mes pasado.

Un viaje al Egeo, demasiado corto para nuestro gusto, fue la tregua que concedimos a las nubes de Finisterre y el clima seco y frigorífico de León. Durante ese viaje descubrí que aún soy capaz de manejar un scooter a toda potencia, aguantando los arrechuchos del viento que barría todos los caminos de la isla. Eso anima.

También me ha animado la visita de Julio, Manolo y Estefanía. Hemos visitado algunos lugares que les apetecía conocer y hemos ido a la playa, a tomar la sombra. Al final, lo que más les ha gustado de esta esquina del mundo es el clima. Pobres hijos míos, de regreso al calor almeriense... Espero que ellos me compadezcan cuando llegue el invierno.



Ahora, como ya es septiembre, toca trabajar un poco. Ayer me llegaron las galeradas de La Hermandad de la Nieve, casi dispuesta para salir a librerías en unas semanas. He tenido que aparcar el artículo que había empezado a escribir acerca de Munch, el alma pintada, de Fuensanta Niñirola, un libro que es un tratado sutil y muy ágil sobre el arte como manifestación espléndida, demoledora, del malestar humano; quizás del trastorno, porque hablamos de Munch y no de otro.



Por lo demás, Interregno ha llegado a la página 800, y lo que queda. Si la obsesión por una novela y las horas que se le dedican pudieran ponerse en valor... Pero no se puede. Aquí, lo que tiene precio es la etiqueta más IVA. Y lo que nunca podrá pagarse: lo rematadamente y felizmente cansado que me encuentro cada vez que termino una sesión de escritura. Ni falta que hace que nadie lo pague, ya se sabe: la devoción no es obligación. Pero con qué generosidad me retribuyo a mí mismo, y cómo me compensa cuando doy cuenta a Sonia de por dónde va el argumento y le anuncio: "Hoy no tengo noticias luctuosas que darte, no ha muerto nadie en la novela". Y ella sonríe con paciencia, esperando que acabe de redactar la última parte de la narración para leerla y ponerme todas las pegas que se le ocurran. Ni mi cansancio ni esa sonrisa tienen precio. Su valor es incalculable.