Michel Houellebecq se empeña en mostrar al individuo contemporáneo tal como parece ser: indigente emocional, egoísta y asustado. Los biempensantes no se lo perdonan.
Insensible, misántropo, islamófobo, racista, misógino… la personalidad y obra de Michel Houellebecq acumulan epítetos muy mal avenidos con el dogma y sabiduría PC (politically correct para los expertos en bien pensar); y cada vez que abre la boca o publica una novela se le vienen encima el séptimo de caballería, la guardia prusiana y la democrática policía del pensamiento. Sus lectores habituales, aunque muy numerosos en Francia y más benevolentes que sus críticos, tampoco lo adoran sin reservas. Michel Houellebecq posee la dudosa virtud de perturbar y, en líneas generales, hacer sentir mal a quienes lo consideran uno de sus escritores más o menos de referencia. No se puede ser tan frío, dicen. No se puede ser tan implacable, lúcido y exasperantemente imparcial respecto a la mugre de nuestra civilización (y encima tener éxito), sin ganarse enemigos a puñados. Admitámoslo: Es un tipo que cae mal.
La noche de cristales rotos que Houellebecq organizó contra sí mismo fue su novela Plataforma. Se atrevió a siluetear un personaje moralmente plano y sexualmente ávido que confunde el amor con el placer sin responsabilidad, el bienestar anímico con la indiferencia emocional y, cómo no, el éxito con el dinero. Y encima ese individuo (ya te digo, impresentable), tiene la osadía de embarcarse en una divertida relación carnal, probablemente amorosa y sin duda financiera, con una espléndida mujer que triunfa en el negocio de los viajes organizados gracias al principal atractivo de su agencia: el turismo sexual.
Sexo, turismo y feministas cabreadas
Michel Renault, el indolente protagonista de Plataforma, podría ser rotundo paradigma del nuevo ciudadano civilizado, por lo general sumiso aunque a veces en busca de algún sentido para su existencia, a ser posible algo de más estímulo que engordar en la granja de las clases medias europeas. Lo malo es que dichos alicientes fuera de la grisura cotidiana suelen inclinarse hacia el mismo norte: sexo grato y barato. El prototipo, si bien imitado por nuestros contemporáneos cuando se convierten en masa vacacional que rastrea placeres efímeros y furtivas transgresiones playeras, repugna a las gentes avezadas en probidad antropológica, desasosiega a muchos lectores e indigna a los militantes de la bondad universal. Es frecuente en estos casos echar la culpa al mensajero, y eso fue lo que sucedió con Houellebecq en cuanto sus novelas comenzaron a hacerse célebres. Tras la publicación de Plataforma (2001 en Francia, 2002 en España), Houellebecq fue inmediatamente incluido en el índice de los abucheados y se promulgaron bula y venia para execrarle.
Puritanos religiosos, notables izquierdistas y la élite del feminismo comme il faut consideran a Houellebecq un pornógrafo machista que hace apología del turismo sexual sin ninguna clase de escrúpulos. Incluso en algunas web’s se señala a Plataforma como una especie de guía soterrada para los aficionados a esta clase de esparcimientos, con la infamante acusación añadida (más bien sugerida), de pederastia y explotación sexual de los parias de la tierra. Y aprovechando que el argumento de Plataforma se cierra con un (literalmente) explosivo final, también los incondicionales del diálogo de civilizaciones tuvieron su motivo de queja: Houellebecq es un racista y un islamófobo porque en su novela ocurre algo tan insólito como que unos terroristas musulmanes hagan estallar una bomba.
Nuevas Fronteras, en la imaginación novelesca de Houellebecq, es una empresa de vacaciones organizadas que se dedica al entretenimiento más antiguo del mundo: visitar lugares nuevos y fornicar a demanda y sobre la marcha, tanto con los compañeros de viaje como con los lugareños. Es la excusa ideal (eximente casi completo) para desinhibir los entramados de culpa, pudor o timidez que pudieran turbar el ánimo de los clientes de Nuevas Fronteras. Estar de vacaciones y lejos del propio domicilio se propone como una audaz metáfora, simulacro de libertad que justifica la obsesiva pesquisa del placer. El trabajo, los horarios y responsabilidades cotidianas, aborrecidas por el buen ciudadano, representan por tanto a la negación de la autorrealización, un atisbo perpetuo de la muerte espiritual en que habitan las insignificantes piezas del mecanismo. La alternativa no poco irónica y en exceso cruel que traza Houellebecq nos devuelve una imagen deprimente sobre las aspiraciones superiores de estos desdichados individuos: las vacaciones pagadas y el sexo mercenario son la única vía para entretener la abulia moral, emocional y ambiental de sus vidas. El oficinista, el vendedor de coches, el ejecutivo de una fábrica de productos alimentarios… todos cuantos viven asfixiados por la mecánica del mercado, la cual se resume en la tríada maldita de "trabaja, consume y muere", sueñan con el radiante Thermidor que por lapso de dos semanas los liberará de su condena: viajar a Tailandia o Cuba, acostarse con una prostituta y sentirse libres por unos segundos, el tiempo preciso y valiosísimo que dura un orgasmo a precio módico.
Pero la realidad es tozuda y, a mayores inconvenientes, no está el mundo ni mucho menos el tercer mundo para alegrías tan llamativas. El hotel donde Michel Renault y sus amigos se alojan sufre un terrible atentado terrorista, perpetrado por una organización islámica que ve en las actividades de Nuevas Fronteras un intolerable insulto a las tradiciones, cultura y dignidad de su país y sus creencias ya de por sí montaraces. Todo acaba con una segunda y casi igualmente dañina explosión… de moralidad. Cuando se produce el atentado, las autoridades y organizaciones civiles de toda Europa apoyan sin reservas a las víctimas sobrevivientes y lloran a los fallecidos. Pero cuando se conocen los motivos del cazador, la conciencia escrupulosa del biempensar se revuelve contra Nuevas Fronteras, sus directivos, accionistas y clientes. Cada pecado tiene su castigo y el abochornante vicio del turismo sexual ha recibido lo que merece. En el fondo, quienes colocaron la bomba hacían un riguroso servicio a la causa de la integridad humanitaria, el decoro y respeto que deben estar presente en las (sic) “relaciones entre países soberanos y entre civilizaciones diferentes”. Houellebecq, como ven, no deja de hurgar en la herida hasta el final de la novela.
Criticar al Islam es reaccionario
Ningún escritor puede ser denunciado por lo que opine un personaje de ficción en una de sus novelas, de modo que los detractores de Houellebecq tuvieron que recurrir a la paciencia. No era suficiente manifestar reproche o desacuerdo con las ideas conductoras de sus novelas porque el pensamiento único jamás se conforma con la reprimenda ética; para ellos y ellas todo lo que no está admitido en su ideario es intrínsecamente malo, debe ser ilegal y, en consecuencia, denunciarse ante la autoridad y debatirse en los tribunales de justicia. La oportunidad para el moderno inquisidor llegó a raíz de una entrevista concedida por Houellebecq a la revista literaria Lire, publicada en septiembre de 2001. “La religión más estúpida del mundo es el Islam”, afirmó. Otra perla: “Cuando lees el Corán se te cae el alma a los pies». Los novelistas, por lo general, no están acostumbrados a contenerse cuando expresan sus ideas en ámbitos diferentes a la ficción, y esas plétoras verbales resuenan con frecuencia. Dicho de otro modo: son unos bocazas. Houellebecq no iba a ser la excepción ni, desde luego, la ideología dominante iba a perdonar aquel desenfado con que despachó sus desavenencias con el Islam.
Fue denunciado y llevado a juicio por varias agrupaciones islámicas y defensoras de los derechos humanos, acusado de “injuria racial” e “incitación al odio religioso“. El proceso y juicio, celebrado en París en octubre de 2002, provocaron un animado debate en la comunidad intelectual (como siempre, qué bien se lo pasan). El tema de la controversia es recurrente: la libertad de expresión y sus límites. Michel Houellebecq fue absuelto de todos los cargos. El tribunal argumentó en la sentencia que las críticas a la religión son perfectamente legítimas en un Estado laico. Tras aquel juicio, Houellebecq quedó en la misma situación en que estaba: venerado por sus incondicionales, entre la admiración y la inseguridad de la mayoría de sus lectores (a nadie le gusta reconocerse demasiado), y denostado como pornógrafo y misógino. Después del incidente islámico, otro tachón: racista sin remedio.
Las amenazas y la presión desatadas por sus afirmaciones sobre el Islam propiciaron que la esposa de Huoellebecq decidiera abandonarlo. Muy afectado, dejó Francia para “tomar aire por un tiempo“. Esa ausencia acabó por ser permanente. Desde aquel entonces reside alternativamente en Irlanda y España, donde escribió su novela La posibilidad de una isla. La publicación de esta obra, aún reciente el altercado con los islamistas, fue un largísimo compendio de intrigas editoriales y quizás también de pequeñas revanchas del autor contra los medios que lo habían asaeteado durante el proceso judicial. Todo ello levantó más suspicacia y malestar hacia Houellebecq (no sé si ha quedado claro: es un tipo que cae mal). En un país donde la literatura sigue siendo media religión, resulta inconcebible que un autor trate a determinados suplementos literarios como si fuesen paparazzi. Algunos críticos manifestaron su convicción, acaso queja, de que “Michel Houellebecq es un ferviente abonado al servicio de escándalos promocionales y además goza de una fiel tribu de adeptos en los medios de comunicación”. El historiador y tratadista Marc Fumaroli, autor de La Diplomatie de l’esprit (ensayo más vendido en Francia durante 2001 y 2002), planteaba la cuestión: “Acaso Houellebecq se ha convertido en el Harry Potter francés para adultos”. Otros sectores de la crítica, sin embargo, no amainan en su preferencia por el autor de Plataforma. Lo consideran “el escritor que mejor describe el sufrimiento ordinario y la frustración de los ciudadanos europeos que viven en una sociedad sin sentido e incapaz de compartir unos valores culturales petrificados” (Eduardo Febbro, 08/2005). En las novelas de Houellebecq la solidaridad es una broma; la soledad, el hedonismo y la violencia interior son características esenciales de la modernidad.
Más madera: Houellebecq también es plagiario
Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda sagrada y la derecha devota colocan a un autor en el poste de la infamia, sólo cabe un augurio para él: habrá bastones aunque no quede madera en el bosque. En esta línea preventiva y de anticipación, la nueva novela de Michel Houellebecq, La carte et le territoire, publicada en español en 2010, fue recibida por el diario El País (06/09/2010), con semejante escandaloso titular: "Acusado de plagio el escritor francés Michel Houellebecq". Cuando el azorado lector de noticias acude al meollo de la tremenda crónica, sucede lo que es propio a estos métodos de delicado linchamiento: todo lo que reluce, deslumbra… y detrás del potente foco cegador no hay nada.
¿Quién acusó a Houellebecq de plagiario? ¿Algún otro novelista? ¿Quizás El País? No por cierto. El País se hizo eco de una información aparecida en Slate.fr, revista digital francesa de la que Washington Post es propietario.
¿Y a quién ha plagiado entonces Michel Houellebecq? Pues, según la acreditada fuente, nada menos que… ¡A Wikipedia!
Slate.fr argumentaba (agárrense, vienen curvas), que Michel Houellebecq "ha copiado frases íntegras", algunas “palabra por palabra”, de la popular enciclopedia internáutica. Mas no cunda el pánico entre los escritores que alguna vez y para documentarse clicaron en dicha web de anónimos contenidos. Según fuentes de la propia Wikipedia, los textos se encuentran bajo licencia de Creative Commons, es decir: son de libre utilización. “Se trata de una banalidad editorial”, han declarado los responsables de la wiki francesa. Habrían agradecido a Houellebecq, sin embargo, que en su novela hubiese citado la fuente.
Difama, que algo queda
Los editores de La carte et le territoire (Flammarion), aclaran que Houellebecq, como cualquier otro autor, utiliza su material documental y lo vierte en “pequeñas citas que no son susceptibles de constituir plagio, lo que sería una acusación muy grave”. Seguramente los consolará aquel célebre aserto: “Si citas a cien autores, has escrito una tesis doctoral; si citas a uno solo, eres un plagiario”. Aún no se ha inventado el terrible descalificativo para aquellos que citan de tapadillo a Wikipedia.
Los animosos investigadores de El País, sin embargo, no pierden la esperanza de que Houellebecq caiga en la miseria moral y espiritual (y a ser posible material). Concluyen su acta acusatoria con una frase para las antologías del periodismo inteligente: “La persecución judicial, sin embargo, es complicada porque deberían iniciarla los autores de los textos supuestamente plagiados”. Ahí está el oro y el lodo del asunto, claro: localizar a los autores de Wikipedia, probar que efectivamente lo son y convencerles para que acudan a los tribunales. No obstante, queda la sutil sugerencia. Anímense los suministradores de contenidos de wikis y, como suele decirse en España, “átame esa mosca por el rabo”.
Y otro…
Lo de Houellebecq casi no tiene enmienda. Cuando uno cae mal, ya se sabe. Como el asunto de Wikipedia no se sostenía de puro ridículo, sus incansables perseguidores encontraron un asunto mucho más grave. Frotándose las manos recibieron la noticia: Michel Lévy, hermano de la presidente de un club de lectores de Houellebecq, denunció a los medios de comunicación que el título de su última novela, La carte et le territoire, lo había birlado el novelista de otra obra de ficción firmada por el mismo Lévy en 1999. Según éste, y considerando la relación de amistad entre Houellebecq y su hermana (no piensen mal, o háganlo, igual aciertan), “era imposible que no supiese que yo había publicado una novela con el mismo título diez años antes”.
Esto ya tiene otra pinta, debieron pensar los alguaciles del Santo Oficio. Una cosa es inspirarse en Wikipedia y otra muy otra fusilar el título de una novela. Todo el mundo sabe que a la hora del marketing un buen título es tan importante como un buen arranque argumental. Considerando la labilidad de estos tiempos tan horteras (en lo que a producción literaria se refiere, en los demás aspectos me dicen que son peores), el título y la portada son casi tan decisivos como el contenido de la obra.
“¡Dimos en el blanco! ¡Lo tenemos!”
Pues tampoco.
Resulta que el propio Michel Lévy, de tanto dar explicaciones sobre el asunto, hechó la red cazadora a su argumentario. Y resulta que el título de la novela (repetimos, La carte et le territoire), está tomado, tanto conceptual como morfológicamente, de un ensayo escrito por el psicólogo y lingüista Alfred Korzybski en los años 30 del siglo XX (última edición en Francia, 2007), titulado Une carte n’est pas le territoire. La frase y lo que implica la frase “un mapa no es el territorio”, enfrentada dialécticamente a su contraria, “el mapa es el territorio”, lleva dando juego en el apasionante mundo de la filosofía del lenguaje desde antes de que Wittgenstein conociese a Gustav Mahler. Por otra parte, voilá, la novela de Lévy es una autoedición que el mismo autor se encargó de imprimir y enviar a multitud de centros e instituciones, incluida la Biblioteca Nacional de Francia (la inmortalidad tira lo suyo). Houellebecq, en efecto, echó la vista al mapa de Korzybski y utilizó la celebérrima frase; el problema es que Lévy confunde el mapa con su territorio.
Para cuando estos últimos detalles sobre la originalidad del título de Michel Lévy fueron conocidos, de nuevo los periódicos españoles se habían cebado con Houellebecq. Esta vez no fue El País, sino su simétrico ABC. Con amplio despliegue documental, el periódico conservador reproducía una por una todas las pruebas aportadas por Lévy sobre el supuesto plagio. ABC no conocía el origen del título en debate, ni falta que hacía conforme a su propósito de disparar primero y preguntar después; consecuentemente, omitió el verdadero origen de la expresión “un mapa no es el territorio”. Si hay previa y firme voluntad de desacreditar sobran los detalles aunque la diferencia entre verdad y chismorreo sea, precisamente, una cuestión de detalles. Me parece que lo he escrito unos cuantos párrafos más arriba: Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda devota y la derecha sagrada colocan a un autor en el poste de la infamia…
El tercer beso
Como no hay daño que no apareje experiencia, ya sabía Houellebecq con qué sonrisa esperaban su novela, en España, los acérrimos vigilantes del espíritu unificador y los severos togados de la plurinulidad cultural. Aún no habían leído La carte et le territorie y ya dos veces acusaron de plagio a su autor. Les faltaba el tercer beso. Cuando la novela se tradujo a nuestro idioma, ¿por qué fechorías sería Houellebecq condenado?. Parece evidente que uno de los peores negocios que se pueden hacer en estos tiempos de crisis (y no me refiero a la economía), es caerle muy mal a ese gremio tan pintoresco, el de quienes por ahorrar esfuerzos inútiles encargan al sastre las vestiduras ya rasgadas.
Cierto, en Francia también hay autorizadas voces que critican a Houellebecq, sus novelas y opiniones, con indudable equidad, ajenas a la ira de los justos y el espíritu de vendetta ideológica. Algunos asertos del novelista sobre Stalin y el stalinismo son impagables, por ejemplo; al respecto sí es sencillo hacer sangre sin desmelenarse demasiado. Pero Francia no es España, los panoramas cultural y literario de ambos países son bien distintos y, sobre todo, Houellebecq no es un fenómeno editorial y mercadotécnico en la vieja Iberia al igual que en Francia. Aquí se le espera con la ceja levantada no porque tenga muchísimos lectores y sus novelas aventen polvaredas y enciendan polémicas. La España virtuosa está alerta contra Houellebecq no porque lo hayan leído, que no, sino porque alguien les ha contado que alguien que dice que lo ha leído ha dicho... ¡Bastante tenemos con lo nuestro para encima perder el tiempo con la prosa de un francés estrafalario, el cual, en el colmo de la extravagancia, no ha tenido mejor idea que afincarse en Almería! Primero, que le corten la cabeza; ya habrá tiempo para juzgarlo.
Nota.- En este artículo se ha citado siete veces a Wikipedia. Debería precisar y señalar con comillas en qué párrafos y sobre qué temas, pero se me antoja más entretenido para el avispado lector que él mismo lo descubra mediante el infalible e implacable sistema de ir escribiendo en la barra buscadora de Google. Lo cual hará quien así quisiere, faltaría más.
Insensible, misántropo, islamófobo, racista, misógino… la personalidad y obra de Michel Houellebecq acumulan epítetos muy mal avenidos con el dogma y sabiduría PC (politically correct para los expertos en bien pensar); y cada vez que abre la boca o publica una novela se le vienen encima el séptimo de caballería, la guardia prusiana y la democrática policía del pensamiento. Sus lectores habituales, aunque muy numerosos en Francia y más benevolentes que sus críticos, tampoco lo adoran sin reservas. Michel Houellebecq posee la dudosa virtud de perturbar y, en líneas generales, hacer sentir mal a quienes lo consideran uno de sus escritores más o menos de referencia. No se puede ser tan frío, dicen. No se puede ser tan implacable, lúcido y exasperantemente imparcial respecto a la mugre de nuestra civilización (y encima tener éxito), sin ganarse enemigos a puñados. Admitámoslo: Es un tipo que cae mal.
La noche de cristales rotos que Houellebecq organizó contra sí mismo fue su novela Plataforma. Se atrevió a siluetear un personaje moralmente plano y sexualmente ávido que confunde el amor con el placer sin responsabilidad, el bienestar anímico con la indiferencia emocional y, cómo no, el éxito con el dinero. Y encima ese individuo (ya te digo, impresentable), tiene la osadía de embarcarse en una divertida relación carnal, probablemente amorosa y sin duda financiera, con una espléndida mujer que triunfa en el negocio de los viajes organizados gracias al principal atractivo de su agencia: el turismo sexual.
Sexo, turismo y feministas cabreadas
Michel Renault, el indolente protagonista de Plataforma, podría ser rotundo paradigma del nuevo ciudadano civilizado, por lo general sumiso aunque a veces en busca de algún sentido para su existencia, a ser posible algo de más estímulo que engordar en la granja de las clases medias europeas. Lo malo es que dichos alicientes fuera de la grisura cotidiana suelen inclinarse hacia el mismo norte: sexo grato y barato. El prototipo, si bien imitado por nuestros contemporáneos cuando se convierten en masa vacacional que rastrea placeres efímeros y furtivas transgresiones playeras, repugna a las gentes avezadas en probidad antropológica, desasosiega a muchos lectores e indigna a los militantes de la bondad universal. Es frecuente en estos casos echar la culpa al mensajero, y eso fue lo que sucedió con Houellebecq en cuanto sus novelas comenzaron a hacerse célebres. Tras la publicación de Plataforma (2001 en Francia, 2002 en España), Houellebecq fue inmediatamente incluido en el índice de los abucheados y se promulgaron bula y venia para execrarle.
Puritanos religiosos, notables izquierdistas y la élite del feminismo comme il faut consideran a Houellebecq un pornógrafo machista que hace apología del turismo sexual sin ninguna clase de escrúpulos. Incluso en algunas web’s se señala a Plataforma como una especie de guía soterrada para los aficionados a esta clase de esparcimientos, con la infamante acusación añadida (más bien sugerida), de pederastia y explotación sexual de los parias de la tierra. Y aprovechando que el argumento de Plataforma se cierra con un (literalmente) explosivo final, también los incondicionales del diálogo de civilizaciones tuvieron su motivo de queja: Houellebecq es un racista y un islamófobo porque en su novela ocurre algo tan insólito como que unos terroristas musulmanes hagan estallar una bomba.
Nuevas Fronteras, en la imaginación novelesca de Houellebecq, es una empresa de vacaciones organizadas que se dedica al entretenimiento más antiguo del mundo: visitar lugares nuevos y fornicar a demanda y sobre la marcha, tanto con los compañeros de viaje como con los lugareños. Es la excusa ideal (eximente casi completo) para desinhibir los entramados de culpa, pudor o timidez que pudieran turbar el ánimo de los clientes de Nuevas Fronteras. Estar de vacaciones y lejos del propio domicilio se propone como una audaz metáfora, simulacro de libertad que justifica la obsesiva pesquisa del placer. El trabajo, los horarios y responsabilidades cotidianas, aborrecidas por el buen ciudadano, representan por tanto a la negación de la autorrealización, un atisbo perpetuo de la muerte espiritual en que habitan las insignificantes piezas del mecanismo. La alternativa no poco irónica y en exceso cruel que traza Houellebecq nos devuelve una imagen deprimente sobre las aspiraciones superiores de estos desdichados individuos: las vacaciones pagadas y el sexo mercenario son la única vía para entretener la abulia moral, emocional y ambiental de sus vidas. El oficinista, el vendedor de coches, el ejecutivo de una fábrica de productos alimentarios… todos cuantos viven asfixiados por la mecánica del mercado, la cual se resume en la tríada maldita de "trabaja, consume y muere", sueñan con el radiante Thermidor que por lapso de dos semanas los liberará de su condena: viajar a Tailandia o Cuba, acostarse con una prostituta y sentirse libres por unos segundos, el tiempo preciso y valiosísimo que dura un orgasmo a precio módico.
Pero la realidad es tozuda y, a mayores inconvenientes, no está el mundo ni mucho menos el tercer mundo para alegrías tan llamativas. El hotel donde Michel Renault y sus amigos se alojan sufre un terrible atentado terrorista, perpetrado por una organización islámica que ve en las actividades de Nuevas Fronteras un intolerable insulto a las tradiciones, cultura y dignidad de su país y sus creencias ya de por sí montaraces. Todo acaba con una segunda y casi igualmente dañina explosión… de moralidad. Cuando se produce el atentado, las autoridades y organizaciones civiles de toda Europa apoyan sin reservas a las víctimas sobrevivientes y lloran a los fallecidos. Pero cuando se conocen los motivos del cazador, la conciencia escrupulosa del biempensar se revuelve contra Nuevas Fronteras, sus directivos, accionistas y clientes. Cada pecado tiene su castigo y el abochornante vicio del turismo sexual ha recibido lo que merece. En el fondo, quienes colocaron la bomba hacían un riguroso servicio a la causa de la integridad humanitaria, el decoro y respeto que deben estar presente en las (sic) “relaciones entre países soberanos y entre civilizaciones diferentes”. Houellebecq, como ven, no deja de hurgar en la herida hasta el final de la novela.
Criticar al Islam es reaccionario
Ningún escritor puede ser denunciado por lo que opine un personaje de ficción en una de sus novelas, de modo que los detractores de Houellebecq tuvieron que recurrir a la paciencia. No era suficiente manifestar reproche o desacuerdo con las ideas conductoras de sus novelas porque el pensamiento único jamás se conforma con la reprimenda ética; para ellos y ellas todo lo que no está admitido en su ideario es intrínsecamente malo, debe ser ilegal y, en consecuencia, denunciarse ante la autoridad y debatirse en los tribunales de justicia. La oportunidad para el moderno inquisidor llegó a raíz de una entrevista concedida por Houellebecq a la revista literaria Lire, publicada en septiembre de 2001. “La religión más estúpida del mundo es el Islam”, afirmó. Otra perla: “Cuando lees el Corán se te cae el alma a los pies». Los novelistas, por lo general, no están acostumbrados a contenerse cuando expresan sus ideas en ámbitos diferentes a la ficción, y esas plétoras verbales resuenan con frecuencia. Dicho de otro modo: son unos bocazas. Houellebecq no iba a ser la excepción ni, desde luego, la ideología dominante iba a perdonar aquel desenfado con que despachó sus desavenencias con el Islam.
Fue denunciado y llevado a juicio por varias agrupaciones islámicas y defensoras de los derechos humanos, acusado de “injuria racial” e “incitación al odio religioso“. El proceso y juicio, celebrado en París en octubre de 2002, provocaron un animado debate en la comunidad intelectual (como siempre, qué bien se lo pasan). El tema de la controversia es recurrente: la libertad de expresión y sus límites. Michel Houellebecq fue absuelto de todos los cargos. El tribunal argumentó en la sentencia que las críticas a la religión son perfectamente legítimas en un Estado laico. Tras aquel juicio, Houellebecq quedó en la misma situación en que estaba: venerado por sus incondicionales, entre la admiración y la inseguridad de la mayoría de sus lectores (a nadie le gusta reconocerse demasiado), y denostado como pornógrafo y misógino. Después del incidente islámico, otro tachón: racista sin remedio.
Las amenazas y la presión desatadas por sus afirmaciones sobre el Islam propiciaron que la esposa de Huoellebecq decidiera abandonarlo. Muy afectado, dejó Francia para “tomar aire por un tiempo“. Esa ausencia acabó por ser permanente. Desde aquel entonces reside alternativamente en Irlanda y España, donde escribió su novela La posibilidad de una isla. La publicación de esta obra, aún reciente el altercado con los islamistas, fue un largísimo compendio de intrigas editoriales y quizás también de pequeñas revanchas del autor contra los medios que lo habían asaeteado durante el proceso judicial. Todo ello levantó más suspicacia y malestar hacia Houellebecq (no sé si ha quedado claro: es un tipo que cae mal). En un país donde la literatura sigue siendo media religión, resulta inconcebible que un autor trate a determinados suplementos literarios como si fuesen paparazzi. Algunos críticos manifestaron su convicción, acaso queja, de que “Michel Houellebecq es un ferviente abonado al servicio de escándalos promocionales y además goza de una fiel tribu de adeptos en los medios de comunicación”. El historiador y tratadista Marc Fumaroli, autor de La Diplomatie de l’esprit (ensayo más vendido en Francia durante 2001 y 2002), planteaba la cuestión: “Acaso Houellebecq se ha convertido en el Harry Potter francés para adultos”. Otros sectores de la crítica, sin embargo, no amainan en su preferencia por el autor de Plataforma. Lo consideran “el escritor que mejor describe el sufrimiento ordinario y la frustración de los ciudadanos europeos que viven en una sociedad sin sentido e incapaz de compartir unos valores culturales petrificados” (Eduardo Febbro, 08/2005). En las novelas de Houellebecq la solidaridad es una broma; la soledad, el hedonismo y la violencia interior son características esenciales de la modernidad.
Más madera: Houellebecq también es plagiario
Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda sagrada y la derecha devota colocan a un autor en el poste de la infamia, sólo cabe un augurio para él: habrá bastones aunque no quede madera en el bosque. En esta línea preventiva y de anticipación, la nueva novela de Michel Houellebecq, La carte et le territoire, publicada en español en 2010, fue recibida por el diario El País (06/09/2010), con semejante escandaloso titular: "Acusado de plagio el escritor francés Michel Houellebecq". Cuando el azorado lector de noticias acude al meollo de la tremenda crónica, sucede lo que es propio a estos métodos de delicado linchamiento: todo lo que reluce, deslumbra… y detrás del potente foco cegador no hay nada.
¿Quién acusó a Houellebecq de plagiario? ¿Algún otro novelista? ¿Quizás El País? No por cierto. El País se hizo eco de una información aparecida en Slate.fr, revista digital francesa de la que Washington Post es propietario.
¿Y a quién ha plagiado entonces Michel Houellebecq? Pues, según la acreditada fuente, nada menos que… ¡A Wikipedia!
Slate.fr argumentaba (agárrense, vienen curvas), que Michel Houellebecq "ha copiado frases íntegras", algunas “palabra por palabra”, de la popular enciclopedia internáutica. Mas no cunda el pánico entre los escritores que alguna vez y para documentarse clicaron en dicha web de anónimos contenidos. Según fuentes de la propia Wikipedia, los textos se encuentran bajo licencia de Creative Commons, es decir: son de libre utilización. “Se trata de una banalidad editorial”, han declarado los responsables de la wiki francesa. Habrían agradecido a Houellebecq, sin embargo, que en su novela hubiese citado la fuente.
Difama, que algo queda
Los editores de La carte et le territoire (Flammarion), aclaran que Houellebecq, como cualquier otro autor, utiliza su material documental y lo vierte en “pequeñas citas que no son susceptibles de constituir plagio, lo que sería una acusación muy grave”. Seguramente los consolará aquel célebre aserto: “Si citas a cien autores, has escrito una tesis doctoral; si citas a uno solo, eres un plagiario”. Aún no se ha inventado el terrible descalificativo para aquellos que citan de tapadillo a Wikipedia.
Los animosos investigadores de El País, sin embargo, no pierden la esperanza de que Houellebecq caiga en la miseria moral y espiritual (y a ser posible material). Concluyen su acta acusatoria con una frase para las antologías del periodismo inteligente: “La persecución judicial, sin embargo, es complicada porque deberían iniciarla los autores de los textos supuestamente plagiados”. Ahí está el oro y el lodo del asunto, claro: localizar a los autores de Wikipedia, probar que efectivamente lo son y convencerles para que acudan a los tribunales. No obstante, queda la sutil sugerencia. Anímense los suministradores de contenidos de wikis y, como suele decirse en España, “átame esa mosca por el rabo”.
Y otro…
Lo de Houellebecq casi no tiene enmienda. Cuando uno cae mal, ya se sabe. Como el asunto de Wikipedia no se sostenía de puro ridículo, sus incansables perseguidores encontraron un asunto mucho más grave. Frotándose las manos recibieron la noticia: Michel Lévy, hermano de la presidente de un club de lectores de Houellebecq, denunció a los medios de comunicación que el título de su última novela, La carte et le territoire, lo había birlado el novelista de otra obra de ficción firmada por el mismo Lévy en 1999. Según éste, y considerando la relación de amistad entre Houellebecq y su hermana (no piensen mal, o háganlo, igual aciertan), “era imposible que no supiese que yo había publicado una novela con el mismo título diez años antes”.
Esto ya tiene otra pinta, debieron pensar los alguaciles del Santo Oficio. Una cosa es inspirarse en Wikipedia y otra muy otra fusilar el título de una novela. Todo el mundo sabe que a la hora del marketing un buen título es tan importante como un buen arranque argumental. Considerando la labilidad de estos tiempos tan horteras (en lo que a producción literaria se refiere, en los demás aspectos me dicen que son peores), el título y la portada son casi tan decisivos como el contenido de la obra.
“¡Dimos en el blanco! ¡Lo tenemos!”
Pues tampoco.
Resulta que el propio Michel Lévy, de tanto dar explicaciones sobre el asunto, hechó la red cazadora a su argumentario. Y resulta que el título de la novela (repetimos, La carte et le territoire), está tomado, tanto conceptual como morfológicamente, de un ensayo escrito por el psicólogo y lingüista Alfred Korzybski en los años 30 del siglo XX (última edición en Francia, 2007), titulado Une carte n’est pas le territoire. La frase y lo que implica la frase “un mapa no es el territorio”, enfrentada dialécticamente a su contraria, “el mapa es el territorio”, lleva dando juego en el apasionante mundo de la filosofía del lenguaje desde antes de que Wittgenstein conociese a Gustav Mahler. Por otra parte, voilá, la novela de Lévy es una autoedición que el mismo autor se encargó de imprimir y enviar a multitud de centros e instituciones, incluida la Biblioteca Nacional de Francia (la inmortalidad tira lo suyo). Houellebecq, en efecto, echó la vista al mapa de Korzybski y utilizó la celebérrima frase; el problema es que Lévy confunde el mapa con su territorio.
Para cuando estos últimos detalles sobre la originalidad del título de Michel Lévy fueron conocidos, de nuevo los periódicos españoles se habían cebado con Houellebecq. Esta vez no fue El País, sino su simétrico ABC. Con amplio despliegue documental, el periódico conservador reproducía una por una todas las pruebas aportadas por Lévy sobre el supuesto plagio. ABC no conocía el origen del título en debate, ni falta que hacía conforme a su propósito de disparar primero y preguntar después; consecuentemente, omitió el verdadero origen de la expresión “un mapa no es el territorio”. Si hay previa y firme voluntad de desacreditar sobran los detalles aunque la diferencia entre verdad y chismorreo sea, precisamente, una cuestión de detalles. Me parece que lo he escrito unos cuantos párrafos más arriba: Cuando la iglesia y las iglesias, la izquierda devota y la derecha sagrada colocan a un autor en el poste de la infamia…
El tercer beso
Como no hay daño que no apareje experiencia, ya sabía Houellebecq con qué sonrisa esperaban su novela, en España, los acérrimos vigilantes del espíritu unificador y los severos togados de la plurinulidad cultural. Aún no habían leído La carte et le territorie y ya dos veces acusaron de plagio a su autor. Les faltaba el tercer beso. Cuando la novela se tradujo a nuestro idioma, ¿por qué fechorías sería Houellebecq condenado?. Parece evidente que uno de los peores negocios que se pueden hacer en estos tiempos de crisis (y no me refiero a la economía), es caerle muy mal a ese gremio tan pintoresco, el de quienes por ahorrar esfuerzos inútiles encargan al sastre las vestiduras ya rasgadas.
Cierto, en Francia también hay autorizadas voces que critican a Houellebecq, sus novelas y opiniones, con indudable equidad, ajenas a la ira de los justos y el espíritu de vendetta ideológica. Algunos asertos del novelista sobre Stalin y el stalinismo son impagables, por ejemplo; al respecto sí es sencillo hacer sangre sin desmelenarse demasiado. Pero Francia no es España, los panoramas cultural y literario de ambos países son bien distintos y, sobre todo, Houellebecq no es un fenómeno editorial y mercadotécnico en la vieja Iberia al igual que en Francia. Aquí se le espera con la ceja levantada no porque tenga muchísimos lectores y sus novelas aventen polvaredas y enciendan polémicas. La España virtuosa está alerta contra Houellebecq no porque lo hayan leído, que no, sino porque alguien les ha contado que alguien que dice que lo ha leído ha dicho... ¡Bastante tenemos con lo nuestro para encima perder el tiempo con la prosa de un francés estrafalario, el cual, en el colmo de la extravagancia, no ha tenido mejor idea que afincarse en Almería! Primero, que le corten la cabeza; ya habrá tiempo para juzgarlo.
Nota.- En este artículo se ha citado siete veces a Wikipedia. Debería precisar y señalar con comillas en qué párrafos y sobre qué temas, pero se me antoja más entretenido para el avispado lector que él mismo lo descubra mediante el infalible e implacable sistema de ir escribiendo en la barra buscadora de Google. Lo cual hará quien así quisiere, faltaría más.
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