miércoles, 29 de septiembre de 2010

Ulises, rey de Troya


Odiseo, en tareas de gobierno, aconseja a una troyana sobre dónde invertir sus ahoros
By José Vicente Pascual González
29/09/2010
Menos gloriosa fue la muerte de Príamo, rey de los troyanos, a quienes muchos pueblos del mar y de la tierra firme llamaban teucros. Ahora no los llaman de ninguna manera porque se han extinguido. Los aniquilamos. De sus mujeres nadie se atreve a hablar porque nos pertenecen. No osan los extranjeros poner en sus labios palabras que pudiesen despertar la suspicacia y mucho menos enfurecer al nuevo rey de Troya, que soy yo, Odiseo, conocido por Ulises en Hesperia y tierras aún más lejanas. También me dicen Tjeker, que en la lengua del Epiro significa El troyano, o El que viene de Troya. Y el hijo de Poseidón, ese Polifemo bobo ojanco, me llama Nadie… aunque esa es una historia inventada por Tersites y en ella creerá el que quisiere.
Pero me estaba refiriendo a la muerte de Príamo. Se arrastró en la noche, desvanecido rey y hombre asustado, hasta la tienda de Aquiles para suplicar que le devolviese el cadáver de Héctor y, de esta forma, poder celebrar sus funerales. Aquiles, generoso como siempre fue, accedió a aquellos ruegos. Llevaron el cuerpo de Héctor tras los altos muros de Ilion y comenzaron las exequias. Ocurrió en ese entonces, mientras los troyanos se ocupaban de aparatosas honras al difunto, que el feo, bufonesco Tersites, empezó a convencerme sobre la estratagema del gigantesco caballo de madera. Ahora va contando por ahí que fui yo el ingeniero de aquella artimaña, lo que sin duda me ha otorgado fama de astuto. Mas puedo declarar sin sonrojo alguno que todas y cada una de las historias en las que sale a relucir mi célebre sagacidad son ideación del mismo Tersites, pura patraña. Ni sugerí a Agamenón que construyese un caballo de madera ni dije a Polifemo que mi nombre era Nadie, no dejé preñada a la bruja Circe y escapé como el viento de su madriguera ni se me ocurrió -en qué cabeza cabe -, amarrarme a ningún mástil para escuchar el canto de las sirenas mientras los marinos remaban con las orejas cubiertas de cera. Todo eso es fábula, y el feo Tersites su relator.
Odiseo y Príamo intercambian pareceres sobre el tratado y capitulación de Troya
Lo que sí hice fue descabezar a Príamo, lloroso y empavorecido, oculto tras las mujeres de su corte mientras Troya ardía por mil esquinas. Arrojé su corona a los guerreros que me seguían, para que se la jugasen a los dados, y di una patada a la testa real, con todo mi desprecio por aquel viejo que había temblado de miedo antes de morir bajo mi espada. La cabeza rodó por las escalinatas de palacio y fue a amontonarse con la sangre, las vísceras y los miembros cercenados de muchos hijos de Troya que esa noche, y durante mucho tiempo de venganza, conocerían nuestra crueldad. No me arrepiento.
Ni siquiera fui yo quien pensó primero en no volver a Itaca. Lo hizo por mí, como siempre, el feo Tersites. Pero… ah. Ya es tiempo de que os hable de él y, para empezar, os cuente cómo nos conocimos.
Es el único hombre normal -ni rey, ni héroe ni semidiós -, mencionado en los relatos sobre la gran guerra de los melenudos aqueos contra Troya. Aunque decir normal, refiriéndose a Tersites, resulta benevolente en exceso. Pero en fin, a lo que iba. Fue el caso que hubo reunión de jerarcas en la tienda de Agamenón, solemne asamblea de notables en la que dilucidábamos el contencioso entre Aquiles y el rey de Micenas, a quien todos habíamos jurado acatamiento como caudillo indiscutible de los griegos. Aquiles exigía a Agamenón que le devolviese a Briseida, esclava de la que andaba enamorado o cosa semejante, así como parte del botín que nuestro señor supremo había tomado como propio. El hijo de Tetis y Peleo, en el caso de no ser atendida su reclamación, amenazaba con declinar la lucha y retirar a sus mirmidones del campo de batalla “hasta que el fuego de Troya llegue a nuestras naves”. En aquellos momentos que cualquiera puede imaginar muy tensos, saltadizos los ánimos entre guerreros que parlamentan conteniendo la cólera mientras las armas de bronce permanecen ávidas en sus talabartes, apareció no se sabe de dónde la figura risible de Tersites. Un hombre, un simple hombre, soldado ordinario que amén de mezquino en estatura era feo clamoroso, narigudo, calvo y contrahecho, avanzó entre los héroes uncidos por el prestigio de cien batallas, los príncipes argólidas, los soberanos de las grandes islas, los predilectos de Zeus y Atenea. Quedamos asombrados cuando aquel patizambo, corcovado pelafustán, se atrevió a interrumpir la grave oratoria de quienes intervenían en el debate. Y no sólo interrumpió, nada de eso. Nadie piense que Tersites hizo acto de presencia como una mosca ante el tarro de miel, a la que se espanta de un manotazo. Por el contrario, habló con tanto descaro y suficiencia que dejó sin respuesta a los atónitos dignatarios del ejército aqueo. Llamó cobarde a Aquiles por su negativa a luchar contra los troyanos, y afeó a Agamenón su tacañería por no compartir el botín de guerra con el jefe de los mirmidones. No dio la razón a uno ni a otro, pero tuvo desabridas palabras de reproche para ambos.
El feo Tersites, cabreando a Odiseo y Aquiles
Yo no pude contenerme ante aquellas impertinencias. Tomé la lanza y, usando el astil a modo de garrote, propiné al descarado Tersites tal golpe en la morra que salió de allí corriendo, aún más deforme de lo que era cuando tuvo la peligrosa idea de mancillar los reales de Agamenón con su grotesca presencia. Entonces, todos hicieron burla de él.
A partir de ese día, Tersites me tomó insólito aprecio. Como perro apaleado que busca sumiso una caricia de su dueño, me seguía a todas partes, cataba el vino de mis comidas y después lo servía con gesto tranquilizador, inspeccionaba la carne que luego yo devoraría, comprobando que no estuviese infectada de larvas o diviesos. Me traía agua fresca en la noche, cuando yo despertaba inquieto por el recuerdo de mi reino y mi familia. Me hablaba dulce, me adulaba e incluso se atrevía a aconsejarme sobre cómo conjurar el mal de la ausencia, al que los médicos del campamento llamaban nostalgia y los augures de Agamenóntristeza del soldado sin sangre que sacie su impaciencia.
Pasaron así unos meses, puede que algunos años, y el feo, diligente Tersites, se convirtió en servidor imprescindible. Negado para luchar, astuto como sólo puede serlo quien fía todas sus posibilidades de sobrevivir a la batalla en lo raudo de su inteligencia, fue él, como ya dije, quien concibió la idea de construir el famoso caballo de madera, el cual depararía estrago y muerte.
Tal como había previsto, la ciudad fue devastada, muertos sus defensores y tomadas como esclavas sus mujeres, de entre las cuales -debo dejarlo escrito -, además de otras más jóvenes y hermosas elegí a la anciana Hécuba, viuda de Príamo, para que sirviese a Penélope en cuanto llegásemos a Itaca. Sería mi obsequio de amante esposo que vuelve al hogar.
Tras un tiempo de ociosa embriaguez que dedicamos al relajo y a olvidar la degollina, como me viese Tersites dispuesto a ordenar los preparativos del regreso, me habló de esta manera:
-Dime, Odiseo, hijo de Laertes, vencedor en la tierra y en el mar: ¿por qué has dispuesto el aparejo y estiva de tus naves?
-Porque dentro de poco zarparemos rumbo a Itaca -le respondí.
-Eso puedo deducirlo por mí mismo -replicó, algo insolente como era su costumbre -. Pero dime: ¿Por qué quieres regresar?
No supe qué responder. Porque era mi obligación, suponía. Porque la guerra había acabado, Troya era un pudridero y no parecía prudente permanecer más tiempo del debido como dueños de aquel triste campo de ceniza. Porque sí, porque el retorno al hogar es deber del soldado cuando ha matado a sus enemigos, portando orgulloso el escudo, o tendido sobre el escudo y bendito por la honra de quienes dignamente perdieron la vida en el combate.
Indeciso debió adivinarme el astuto y muy feo Tersites, pues enseguida me hizo otra pregunta que resultó demoledora.
-Pero tú, Odiseo, hijo de Laertes, rey de Itaca y de las islas del mar occidental, ¿en verdad deseas el regreso?
-No lo sé… no he pensado en ello -dije malhumorado.
-Si por tu gusto y libre voluntad fuese, ¿qué harías?
-Oh… sal de este lugar, aleja tu retorcida presencia -lo amenacé -, porque si vuelves a incomodarme no tendrás tanta suerte como en la tienda de Agamenón, cuando recibiste de mí sólo un estacazo.
Tomé la lanza y no me hizo falta esgrimirla para que Tersites huyera a todo correr, levantando el polvo con sus torpes zancadas.
Unos días más tarde estábamos en los acantilados, sobre el templo de Apolo que Aquiles conquistase en inicios de la guerra, matando a los sacerdotes y obteniendo aquel célebre botín que más tarde Agamenón le arrebataría. Yo contemplaba el mar, meditabundo, y contaba las horas que faltaban para emprender el regreso a Itaca.
-¿Te sientes abatido, mi señor? -preguntó el ladino Tersites.
-No. Sólo pienso.
-¿Y en qué piensas, si puede saberse?
-Esa no es pregunta que se le haga a un hombre -lo reprendí, no tan desabrido como la vez anterior ya relatada -. Los hombres siempre pensamos en algo, y es privilegio que nos confiere la naturaleza no dar explicaciones a nadie sobre lo íntimo que rumorea en nuestra conciencia. Aún así, deforme Tersites, voy a sincerarme contigo, pues es mi voluntad hacerlo. Pensaba en los mares que debemos surcar en breve plazo, si los caminos del agua nos serán favorables o alguna tempestad agazapa su traición más allá de la línea del horizonte; si habrá criaturas abisales, escapadas del confín del mundo, acechando el momento propicio para lanzar sus tentáculos contra nuestra nave. Pensaba, feísimo Tersites, que cualquier contrariedad surgida de azares en el gran azul podría frustrar mi regreso, convirtiendo en inútiles, cual insípida anécdota de las que se relatan con más piedad que admiración hacia los difuntos, mis esfuerzos y gestas en la guerra contra la poderosa Ilion.
-El mar siempre fue esquivo al anhelo de los hombres -me tentaba el contrahecho -. Resulta imposible saber qué nos aguarda en sus combadas sendas cuando nada más que el sol y la luna, el aire, la noche y la sal empapaban el ánimo de los nautas y marcan la distancia entre ellos y la conquista de sus afanes. El mar es impredecible.
-Como la voluntad de los dioses -acepté, no muy optimista.
-No como la voluntad de la dioses -replicó enseguida, avisado el ingenio y locuaz su garganta -. El mar, Odiseo, hijo de Laertes, nieto de Arcisio, es la forma que tienen los dioses de ser ante nosotros. No es su morada, como muchos piensan. No es el espejo donde vibran y fulgen sus contiendas, como otros creen. Es ellos. Míralo, Odiseo. Contempla el mar y dime si no ves, en lo más denso del implacable azul, esa latir de susurros y pasiones que les renace del alma. Su alma, Odiseo. Su mismo ser.
-En la vida he escuchado disparate semejante -alegué no muy convencido, entre otras razones porque los asuntos teológicos nunca me atrajeron ni despertaron mi curiosidad.
-No obstante, recapacita -insistió el obstinado Tersites -. Si ves un animal que camina y galopa a grandes zancadas con sus cuatro patas, y relincha, y se encabrita y suda ácida espuma por su áspero lomo, dices: es un caballo.
-¿En qué otra criatura pensar?
-Si observas un ser inmenso, para nosotros infinito, que guarda en su seno fortaleza suficiente para asolar ciudades, engulléndolas cuando se le antoje, y es capaz de derribar cualquier muralla por alta y robusta que nos parezca, y se traga las naves como un león zamparía una miga de pan, y tiene cautivos en lo profundo de su seno a temibles demonios y horrendas criaturas, sin que puedan hacer nada por escapar de su dominio… ese ser debe ser un dios. La conjetura no parece tan descabellada. Pero, ¿qué dios? Ningún dios podría ser tan poderoso sin despertar de inmediato la envidia y la ira de los demás de su estirpe y, sobre todo, del gran padre Zeus. Por ello, por mera lógica, debo concluir, amado amo, gran rey de Itaca, que el mar, sin ninguna duda, son los dioses.
Tampoco la oratoria ha sido mi fuerte, aunque los viejos relatos de Tersites alaben mi capacidad de convencer y embaucar a otros mortales. Exagera, como en casi todo.
-No me distraigas con tus sofismas, malicioso cojitranco, que bastantes preocupaciones hay en mi ánimo para encima disturbarlo con argumentos tan vagarosos -le dije, aunque he estado a punto de escribir: le supliqué, ciertamente amedrentado por la perspectiva inmediata de enfrentar mi destino a la misma conciencia de los dioses.
-Sólo pretendía animarte, venerado Odiseo -se disculpó el malhecho Tersites -. Seguro que los dioses acogerán con alegría tu regreso a la patria.
-No estoy tan seguro -lamenté, ya del todo sombrío.
-¿Por qué no?
-Los dioses y yo… nunca fuimos muy amigos. Pero dejemos ese asunto, no quiero blasfemar ni irritarlos en la hora de mi partida. Dime no obstante, porque al final has conseguido, maldito remedo de hombre, hacerme caer en el desasosiego. Dime y no calles la verdad, o aquello que consideres la exacta verdad, aunque sepas que tu respuesta no ha de serme grata. Ni se te ocurra mentirme, Tersites del diablo, porque me daré cuenta enseguida y te prometo que, esta vez sí, te atravesaré con mi lanza. Dime, te lo ordeno. Si el mar son los dioses, ora calmos, con frecuencia iracundos… ¿qué es la tierra firme?
No demoró Tersites un instante su respuesta. Y me convenció del todo.
-El lugar donde habita el espíritu de los hombres. Nuestro templo. El único que la naturaleza nos ha permitido. La tierra firme, esa misma tierra que ahora pisas, Odiseo, es parte y esencia de lo más valioso que hay en el aliento humano: su propio espíritu.
Hizo un gesto que invitaba a echar la vista atrás, apartarla del azul del horizonte y contemplar la tierra árida, borrosa bajo el sol de mediodía, de Troya convertida en escombros.
-¿Qué quieres que haga en este páramo plagado de moscas y detritos? -le pregunté.
-Conquistarlo.
-Eso ya lo he hecho.
-No… no es así, Odiseo, hijo de Anticlea y nieto de Autólico. Sólo has destruido una ciudad -me contradijo Tersites -. Hora es de poseerla, porque no has vencido para arrebatar un trozo de tierra a los teucros, sino para ensanchar tu alma hasta la morada de los inmortales.
Dimos media vuelta y caminamos hacia las ruinas de Troya, él satisfecho y yo resignado. No lo atravesé con mi lanza, de lo que en ocasiones me he arrepentido. Aunque no en muchas ocasiones, la verdad sea dicha.
Tal que así de vistosa dejó nuestro rey a la, en otro tiempo, devastada Troya
He edificado un gran reino. La tercera Troya vuelve a ser guardiana del Helesponto y sus naves imponen censo y portazgo a los comerciantes del mar oriental. Hemos vencido a los piratas de Ichnusa en el agua y a los bárbaros tracios en la tierra firme. Nadie discute mi poder en estas regiones. Todos me temen y algunos, incluso, dicen amarme.
Tersites lleva veinte años enviando noticias mías a Itaca, historias de naufragios, padeceres y traiciones que deben tener muy entretenida a mi amada Penélope y muy en alerta a mi heredero Telémaco. Algún día volveré junto a ellos, cuando me canse de las caricias de las nietas y biznietas de Príamo y cuando, como vaticinó Tersites, mi espíritu se reconozca pleno en las dulces dádivas de la inmortalidad. Mientras tanto, que esperen. Ellos y el mundo y cuantas personas en el mundo pudieran echarme de menos, aún pueden esperar.
También he cuidado del futuro de Tersites. Hace unos meses lo mandé llamar a mi presencia. Tan amable como me placía ser, le dije:
-Estoy satisfecho con tus relatos, viejo, horrendo Tersites. Nuestros contemporáneos los repetirán allá donde vayan, y otros muchos han de aprenderlos de memoria. De esta forma, seguro, se harán célebres para siempre. Hay algo, sin embargo, que deberíamos arreglar. Eres feo, narigudo, calvo, jorobado y patizambo. Pero te falta un detalle para ser el perfecto relator.
Hice un gesto a los hombres de mi guardia. Entre dos de ellos sujetaron a Tersites mientras un tercero lo cegaba con el filo candente de su puñal.
-Un ciego que cuenta historias sí es del todo perfecto -le dije -, como perfecto fue el divino Aquiles, tanto en su vida guerrera como en aquella muerte que mereció hermosa leyenda. Aunque él, después de todo, no era inmortal como nosotros. Tendremos más fortuna, feo Tersites. En lo que a ti concierne, desde hoy te llamarás Homero: el que camina en la oscuridad y mana la luz de su palabra desde el corazón.
Tersites… perdón, quería decir Homero, abandonó la estancia con paso vacilante, entre aguda quejumbre. De sus palabras heridas por intenso dolor me pareció entender que daba las gracias.
Tersites, después de la cirugía ocular

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