“Se realista… la narrativa española ya está muerta, y bien muerta, por exceso de endogamia. Es imposible (por mala) leer cualquier novela que haya recibido un premio español, y así están las cosas”.
Una amistad de esas que hay por el mundo, concluía con tan deprimida frase, hace unos días, una serie de correos electrónicos intercambiados sobre este asunto tan peliagudo y en ocasiones pintoresco de la muerte de la novela y parecidos sepelios en el panteón de la cultura.
Un servidor mantenía, y mantiene, que la narrativa no está más viva ni más muerta que nunca, sino donde siempre ha estado: en el trabajo de muchos escritores, novelistas sobre todo pero no todos, que se dan al oficio con las mismas ganas, idéntica ilusión y la misma enajenación platónica por “lo poético” que cuando tenían diecinueve años. Esa literatura (narrativa), nunca estuvo en crisis ni lo estará, posiblemente porque nunca ha estado en condiciones de permitirse otro lujo que el de sobrevivir con absoluta dignidad y brillantez en un mercado plagado (sensu etimológico), de zafiedad, ramplonería, impericia y, lógicamente, osadía. Vamos, por lo claro: que una cosa es el panorama literario y otra muy distinta el mercado editorial.
Sin afán de enrollarme demasiado, diré que aquellos debates por correo electrónico sobre la mala salud de la literatura me hicieron evocar una ocurrencia soberbia del dibujante, poeta, escritor y articulista Soria, quien fue mi vecino en época que, de tan lejana, puedo recordarla perfectamente. Algo achacoso, un poco vencido por la edad, me lo encuentro al cabo del tiempo de paseo por la calle Recogidas de Granada. “¿Qué tal va la vida?”, le pregunto. Y él responde: “La vida, de maravilla, imparable, radiante y desbordante, como siempre. Otra cosa es cómo nos va a algunos vivientes”. En el fondo se trata de la misma polémica. La literatura, la narrativa española y en español va como siempre: excepcionalmente bien. Otra cosa es cómo le vaya a los autores de novelas merovingias, gótico-vampíricas, códigodavinianas, seudobiografías de testas históricamente coronadas, superlativos enigmas mágico-religiosos, cronicones galdosianos (por supuesto, sin medio gramo de la maestría de Galdós), y otras bobadas que se perpetran en la industria del libro y se pregonan pimpolludas en pleno delirio de alitosis comercial. A la industria de la impresión y venta masiva de libros (aunque de libros tengan el nombre y la forma), puede irle bien, regular o mal. A la narrativa, como es de lógica, siempre le irá como corresponde a lo que es: el arte de conmover por el sencillo recurso del argumento y los personajes. Y un poquito de estilo, que nunca viene mal.
Se están preguntando ustedes a qué viene esta larga parrafada introductoria, y es el caso que yo también me lo pregunto, y la única respuesta que encuentro es que, por encontrar, felizmente he encontrado una novela de raro (por lo escaso) valor literario; y la euforia me lleva a la tecla y… bueno, así salen estos artículos, tan largos como un día sin que nadie nos de un beso.
La novela de mis dos o tres últimos insomnios se titula El año de Malandar, y está escrita por Juan Villa, caballero de quien sé lo que dice la solapa del libro: es profesor de instituto y antes de éste, del que enseguida les hablo, ha publicado tres libros más. El año de Malandar es su última obra. Un hallazgo. Precisamente por ser un hallazgo, lo más probable es que muy pocos lectores descubran esta novela (por más que sus acertados editores lleven a cabo una encomiable labor de difusión). Y precisamente por ser un hallazgo, pueden imaginar que no se trata de un novelón sobre la guerra de los cien años y cómo los cátaros perdieron el Santo Grial en la batalla de Agincourt y entonces llegó la Inquisición y la chica judía se enamora del templario errante. No, por Dios. Hablamos de novela. De una magistral novela. De modo que comenzaremos de nuevo.
Hace calor en Doñana, en Punta del Malandar, donde un joven teniente de carabineros es destinado en 1930, justo un año antes de la proclamación de la Segunda República. También hace calor en Madrid, convulsionada por los acontecimientos que han de precipitar la caída de la monarquía. A través de las cartas de una amiga –deliciosas crónicas sobre el Madrid prerrepublicano -, Alberto, militar instruido en la Institución Libre de Enseñanza, demócrata y comprometido con el futuro de la nación, tiene noticias de aquel Madrid bullente donde los intereses de clase determinan el enfrentamiento ideológico en una España que, muy decidida a estos menesteres, se dispone a precipitarse al vacío, el horror y la muerte. De ese Madrid, abocado a la mayor crisis histórica vivida en nuestro país, Alberto, el teniente de carabineros, recibe noticias a través de esas cartas de su animosa amiga Connie. Alberto habita un espacio diferente, sometido a la lógica ancestral de una civilización anclada en el pasado. Sin embargo, la dimensión humana y percepción emocional del entorno causan el mismo desasosiego: el estallido de la vida, la naturaleza, las pasiones, el deseo y el amor, abren brecha en la crisis del personaje, convirtiéndolo en uno más de los seres que transpiran y embeben ese aura de vitalidad y tragedia en entornos alejados de la civilización al uso. Yo creo que uno de los hallazgos más sobresalientes de la novela de Juan Villa es éste, la construcción de un espacio literario (Doñana), que late en manos del lector, lo encandila con su fulgor de atlánticas luces, la exuberante vegetación, los animales salvajes agazapados, los contrabandistas casi igual de salvajes y todavía más agazapados entre las dunas y el matorral, el calor omnipresente, el sudor, el destilar de la codicia y la turbación de la belleza encarnada en un personaje memorable: Bárbara, extranjera en todo lugar.
Juan Villa tiene la virtud, y desde luego posee el don, de informar sobre ese mundo bullente y cálido, en ocasiones desbordante, torrencial en las impresiones sensitivas, a través de una prosa medida, exacta y trazada con impecable estilo, tal como escribiría un ecuánime teniente de carabineros, educado en instituciones tan selectas y dadas a la disciplina intelectual como la Institución Libre de Enseñanza y la Academia Militar. Llama la atención, por la habilidad con que va imponiéndose en la narración, el contraste entre el entusiasmo republicano que rezuman las cartas de Connie y el escepticismo en el que poco a poco va instalándose Alberto, como contagiado por el espíritu de vaga intemporalidad e indolencia propios del lugar donde habita. El teniente de carabineros intuye que todo aquel frenesí madrileño, donde se entrecruzan presurosos los nombres de Azaña, Indalecio Prieto, Berenguer, Ortega, Primo de Rivera, Alcalá Zamora y tantos otros involucrados en la vorágine política de la cotidianeidad, sólo ha conducir a una espantosa tragedia, la de todos los españoles arrojándose unos contra otros, es decir, al precipicio de la Historia, en un a modo de solemne, tumultuario y vibrante suicidio colectivo. Alberto, cada vez más ausente de tales convulsiones, se refugia en anhelos mucho más al alcance de la mano (la adoración por Bárbara, el asombro renovado por su tío “María José”, las andanzas de don Antoñito…); anhelos tan poderosos en su corazón como para la incombustible Connie son la caída de la monarquía, la república, la revolución. Una idea exquisitamente elaborada, inteligentemente contada, ronda toda la novela sin que lector llegue a divisarla en su completa nitidez (como es de lógica, las buenas novelas no nos dicen lo que tenemos que pensar, pero insinúan lo que deberíamos deducir): por más que Madrid se agite, por mucho que crezcan los ímpetus renovadores, revolucionarios, y por mucho que pervivan el pasado y sus ritos en la conciencia de seres anclados a tiempos obsoletos, al final, los seres humanos seguirán siendo lo mismo que son, sujetos a las mismas ambiciones, sueños, temores, triunfos y fracasos. Y esa idea, aquí expuesta con cierta simplicidad, hay que saber desarrollarla con carácter y categoría. Y Juan Villa sabe hacerlo.
En fin, porque a esto habrá que ponerle fin: un gratísimo hallazgo esta novela.
Qué va a estar muerta la narrativa española… qué va a estarlo. Los que están muertos, antes de nacer, son esos pestiñazos a medio hornear, escritos por novelistas a medio hervor, que se cuelan en el mercadillo como si fueran delicias de Santa Clara. Esa literatura sí está en crisis, como el país; y no por falta de recursos económicos o empleo, que de lo último hay de sobra en cada casa de cada aspirante a best-seller y a salir en La Noria, sino de talento y ganas de, al menos, aprender la O por lo redondo. Pero como aprender ni es fácil ni se regala, pues a esa literatura de tapas brillantes le falta todo lo que colma de elegancia y buen genio a El año de Malandar.
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