martes, 28 de febrero de 2012

28-F

Día de Andalucía y Día Mundial de las Enfermedades Raras. Mundial, nada de provincianismos, localismos y nacionalismos. Mundial porque las enfermedades raras afectan a todo el mundo. A mí sin ir más lejos. Desde hace unos cuarenta años, aproximadamente, padezco una extraña enfermedad, rarísima, que consiste en sentirse bien de salud pero tener la certeza de que en realidad estoy pochísimo, condenado a extinguirme de repente o tras largo padecer. Conforme pasa el tiempo se acrecientan los síntomas de esta dolama, y no hay médico que le ponga remedio.

Pero dejemos estos asuntos de salud, tan delicados, y vamos a lo que interesa: el 28-F. Pues, como saben, este día de Andalucía tiene una significación especial, ya que el próximo mes se celebrarán elecciones autonómicas. Y el caso es que, por ejemplo, me tomo la temperatura, en el sobaco: 36’4ºC. Normal, dentro de lo que cabe. Pues nada, me siento como arder por dentro. ¿Eso es raro o no es raro? El médico no me hace ni caso y mi prójima menos todavía. Dicen que soy un hipocondríaco (el médico), y un neurótico (ella). Y un incomprendido (eso lo digo yo).

Aunque seis millones cuatrocientos mil andaluces están citados con las urnas el 25 de marzo, lo cierto es que treinta mil leoneses sufren algún tipo de enfermedad rara, setenta mil asturianos y ciento cuarenta mil isleños de la parte de Canarias (se ve que la insularidad añade factor negativo a este problema). En las anteriores cifras un servidor no cuenta, no estoy en el censo porque aún no me han catalogado como enfermo raro, sólo como neurótico hipocondríaco (el médico y mi futura viuda). En el censo de Andalucía sí figuro, de modo que he solicitado el voto por correo; el 25 de marzo no estaré en la amada patria sino bastante lejos, a Dios gracias. Vivo, espero. Con mi enfermedad a cuestas, sabiéndome desahuciado y en vías de perecer, pero vivo de momento. Gane quien gane esas elecciones, no creo que mi salud mejore. Ni la de nadie. Para qué vamos a engañarnos... es tontería.

jueves, 23 de febrero de 2012

Soluciones imaginarias

Llevaba unos meses dando la carga a mi amigo Feromio, que es un manitas de la electrónica. ¿Por qué la baterìa de la afeitadora dura mes y medio si sólo me hace falta cinco minutos al dìa? ¿Y por qué la batería del móvil dura un rato, si lo uso continuamente? Feromio ha solucionado el problema, con un ingenio mixto que combina la potencia de carga de la afeitadora con las prestaciones del móvil. Ahora puedo hablar todo lo que quiera sin agotar la batería. Pero sólo mientras me afeito.

martes, 21 de febrero de 2012

Policía malo, político bueno

Llevan toda la vida haciéndolo. El truco es más viejo que los Juegos Reunidos Geyper pero les sigue funcionando. Y qué bien lo aprovechan.

Lo recuerdo desde que tengo memoria para estos asuntos, cuando era joven, feliz y con poquitas luces. Tal como clamaba mi abuela cada vez que su nieto tenía líos con el régimen de don Francisco, yo no era malo sino todo lo contrario: “un ángel”. Sospecho que esta catalogación de ser angelical era la fórmula sutilísima que utilizaba aquella buena mujer para definirme como tonto de remate.

Yo no me daba cuenta, claro. Porque tontos de remate éramos muchos, cientos, a veces miles de estudiantes dispuestos a invadir la calle, correr delante de la policía, gritar las consignas que hubiese que gritar y lanzar alguna que otra pedrada. No volcábamos contenedores de basura porque en esos tiempos no se estilaba el reciclaje y, la verdad, teníamos un mobiliario urbano muy reducido. Éramos palestinos en precario, sin contenedores para montar barricadas ni cajeros que incendiar. Una vez, entre siete u ocho manifestantes, expropiamos un enorme tablón de una obra y nos dirigimos hacia el núcleo de la contienda. Cuando nos vimos ante los antidisturbios, sujetando aquel maderamen que pesaba como el ataúd de un jugador de la NBA, no supimos qué hacer. El instinto dictó lo más razonable: soltar el peso muerto y salir por piernas. Como habría dicho don Álvaro Cunqueiro, en su relato de las aventuras de Agustín de Rivadavia: “Salvéime de miragre”.



Pero bueno, ya estoy con las batallitas y me había propuesto hablarles de un truco más antiguo que los Juegos Reunidos Geyper. En aquellos tiempos, igual que en estos, operaba de la siguiente manera: mientras un montón de cándidos contestatarios (la mayoría adolescentes embriagados de bondad y devastados por el laberinto teórico del materialismo histórico), irrumpíamos en la calle, insultábamos a la policía y nos exponíamos a que nos partiesen la crisma o algo bastante peor, ellos, los apalancados en la poltrona académica, enquistados en su plaza funcionarial, en los despachos profesionales, claustros universitarios y aulas de los institutos, ellos mismos, nuestros máximos dirigentes, quienes no podían correr ni delante ni detrás de la policía porque les pesaba la barriga, hacían planes sobre el futuro. No un futuro a largo plazo, claro está, sino sobre el futuro inmediato. Mientras la carne de cañón se la jugaba en la calle, ellos pensaban y echaban cuentas: un acta de diputado por aquí, una alcaldía por allá, una presidencia de diputación por acullá... y, evidentemente, negocietes y canonjías por doquier. Infinitas sinecuras aguardaban a quienes habían sabido esperarlas en la tranquilidad y seguridad de sus cobijos. Total, faltaban cuatro días para que el dictador expirase, un par de años como mucho para que la situación política en España estuviese normalizada (y tanto que la normalizaron), y era cuestión urgente para cualquier concienciado sin prejuicios izquierdistas (y a ser posible sin escrúpulos), ir tomando posiciones. Los imagino ahora, a ellos, los líderes en la clandestinidad, las mentes pensantes, los "intelectuales orgánicos"... Tantos años después pienso en ellos, intento repintarles la jeta, figurarme lo que sentían de verdad cuando nos oían hablar en las reuniones y asambleas, escuchando a “las bases”, su carne de cañón, conjeturando y parloteando con toda naturalidad sobre la dictadura del proletariado, la democracia popular, el frente obrero, la alianza estratégica entre las fuerzas del trabajo y de la cultura... No sé cómo se aguantaban la risa. 



Ha pasado mucho tiempo, pero el truco sigue siendo efectivo (no sé si he dicho ya que es más antiguo que los Juegos Reunidos Geyper). Cada vez que los opulentos de la izquierda tienen problemas en las urnas, recurren a lo práctico y sencillo: lanzar a la juventud contra la policía. Es vistoso, espectacular, y la causa que se defiende en tumulto siempre concita la general simpatía. Los jóvenes son generosos y audaces en el esfuerzo, dan bien en pantalla y gozan de la encantadora presunción de valentía y desinterés. La policía, por el contrario, parece un objeto de reproche moralmente autorizado, personas a las que se puede insultar de mil maneras, llamarles “fascistas”, “terroristas”, “hijos de puta”, sin que nadie sienta el mínimo recato, sin perder un segundo en reflexiones sobre la inconveniencia de llamar “fascistas” a quienes tienen por obligación ineludible defender nuestro estado de derecho, tarea en la que se aplican, comúnmente, con un esmero que ya desearíamos en los palestinos con mobiliario urbano del que echar mano en sus protestas; o el cruel disparate de llamar “terroristas” a quienes, precisamente, han sufrido en propias carnes la herida real, la sangre real y la muerte real causadas durante vergonzosas décadas por el terrorismo de verdad. Esos policías calificados de “fascistas” y “terroristas” por un puñado de estudiantes en pleno delirio mimético de exóticas intifadas (versión sin riesgo), han sido compañeros, amigos, familiares de personas de carne y hueso literalmente destrozadas, asesinadas por el peor terrorismo que hemos padecido en España durante la era democrática. Son gente que al salir a la calle cada mañana, antes de llevar a sus hijos a la escuela, miran debajo del coche por si hubiese algo pegado en forma de lapa. Son ciudadanos teóricamente iguales a cualquier otro en dignidad y derechos, aunque durante años y años han tenido que vigilar muy atentos cada vez que entraban o salían de casa, no fuera a ser que a algún valeroso luchador antifascista le hubiese entrado el capricho de incrustarle una bala en la cabeza. Iguales son ante la ley, como todos los españoles (lo dijo el rey, causa conclusa); pero se les puede insultar a demanda, llamarlos “cabrones”, “pistoleros”, “asesinos”, y no pasa nada. Creo que va en el sueldo. Y ahí están, aguantando con paciencia profesional y temple digno del mejor calificativo que se me ocurre, cívico, las injurias bisoñas de los bisoñísimos protestones; tragándose el “vosotros, fascistas, sois los terroristas” como quien traga arena en el desierto, pidiendo las cosas como hay que pedirlas, “por favor”. Y sí, también debe decirse: utilizando la fuerza como se les instruyó en la academia para estas ocasiones: con medios proporcionados al daño que se pretende evitar y la situación ilegal que se intenta remediar. Quien les colgó una porra de goma al cinto, no lo hizo para que adornase. Sé que esta última frase es de una impopularidad escalofriante, que me voy a ganar setenta u ochenta mil vituperios, entre los que “facha de mierda” va a ser el más suave. Me importa un celtas corto. Con demócratas como los que campan durante estos días en Valencia, ser facha es casi una liberación.



Contentos pueden estar, pues, los apoltronados, apalancados de nuestra sedicente izquierda. El histerismo y la demagogia, al fin, alcanzan los obligatorios niveles de vergüenza ajena que deseaban. Han conseguido tensar la convivencia, enrarecer el ambiente, violentar el latido cotidiano de una ciudad hasta llevarla a la situación perfecta para ellos: al niño de las rastas acaban de partirle la boca y su mamá llora en Tele5. La carne de cañón sigue estando dispuesta, en primera línea, impasible el ademán. Lástima que el mundo y la vida funcionen por impulsos generacionales y que la experiencia no pueda transmitirse de uno a otro reemplazo de manera automática. Si tal imposible fuese posible, muchos se lo habríamos advertido: “No te canses, muchacho; sé que tienes razón en tus justas reivindicaciones, pero entérate, no estás en la calle con un chichón en la cabeza por protestar contra los recortes en educación, ni por una enseñanza pública de calidad, ni contra la política económica de ningún gobierno. Estás en la calle, con un chichón en la cabeza, porque un espabilado que viste de traje, gasta la 54 de pantalón o la 55 de falda, conduce un BMW y viaja cuatro veces al año a Cuba por lo erótico, necesita seguir chupando del bote; y resulta que otros espabilados, seguramente más espabilados que él, le están cortando el grifo de sus chanchullos. Por eso estás en la calle, corajudo mozo (o moza), con un chichón en la cabeza y las manos desnudas. Por eso están también los policías, con un casco en la cabeza, una porra en las manos, una nómina de mil euros en el banco y un “hijo de puta” en tus labios. Porque entre chichones y porras, a escote, hay mucho Rolex de sindicalista que pagar y mucho Audi de concejal que mantener. Ya te digo: el negocio es más antiguo que los Juegos Reunidos Geyper”.

No te canses, joven airado y muy indignado. No te canses porque el juego es el de siempre.


(Vídeo: cómo empezó todo. La actuación de la policía fue calificada de "brutal" por distintos, que no diversos, medios).


domingo, 19 de febrero de 2012

19-F - Histórica jornada de lucha

La primera manifestación en la que participé fue en 1974. Protestábamos por la pena de muerte impuesta a Salvador Puig Antic. Aunque éramos cuatro gatos conseguimos cortar la calle Ganivet de Granada, tan céntrica, soportalada y señora. Dimos unos cuantos gritos y echamos a correr en cuanto apareció la policía. A los pocos días, el anarquista catalán fue ejecutado.


La manifestación más concurrida a la que he asistido ocurrió en noviembre de 1981. Cuatrocientas mil persona bien contadas, provinientes de toda España, se congregaron en Madrid, en el campus de la Complutense, para escuchar a Felipe González, quien arengaba en aquellos tiempos con el famoso asunto de “OTAN, de entrada NO”.

Ahí ya me fui dando cuenta de lo útiles que son las manifestaciones.

De su consecuencia, hoy, 19 de febrero, jornada histórica de impetuosa protesta contra la reforma laboral, mi perro y yo hemos decidido manifestarnos donde siempre; hecha la prevención al animalillo, por supuesto, de que sus deyecciones matinales iban dirigidas con todo rigor y desprecio, y también simbólicamente, contra la santa alianza de bandidos y gatopardos (o sea, políticos profesionales y banqueros vocacionales), que ha llevado a nuestra querida nación bajo el puente de Carpanta.

Ya mañana y más en serio, cuando los dirigentes sindicales regresen a sus despachos y vuelvan a colocarse el Rolex en la muñeca, mi perro y yo pensaremos en cómo salir de la crisis. Me refiero a nuestra crisis, claro está. Los agobios laborales de los compañeros y compañeras que aparcan el Volvo cuatro calles más abajo, se suben al escenario y lanzan su rapapolvo bianual, nos importan tanto como los nuestros (los de mi perro y los míos, quede claro), a ellos. Una misma mierda. Y conste que mi perro, de mierdas, entiende un montón.

viernes, 17 de febrero de 2012

En el país del arte

Blasco Ibáñez. Retrato de Alejandro Cabeza.
Salvo cataclismo, los lugares permanecen. Cambian, naturalmente, las gentes, las costumbres, las condiciones sociales y políticas y cuantos trazos conforman el paisaje humano que encuentra el viajero en todo destino. Sin embargo, pareciera que hay un sustrato también inalterable en ese gran mural donde lo perdurable y lo transitorio se conjugan para instituir la realidad manifestada de ciudades y naciones, una esencia o espíritu del lugar que es inmune al paso del tiempo y que actúa como testigo soberano del enclave, de su realidad primera y última (invisible, aunque perceptible a la sensibilidad del viajero inquieto), y, por supuesto, de su razón de ser en el mundo.

Esa es, desde mi punto de vista, la diferencia capital entre un turista y un viajero. Los turistas acuden para ver lugares, en tanto el viajero busca y se complace en la índole latiente, esencial, del territorio que visita. Decía Aristóteles, en una definición más que conocida, que el arte no consiste en representar las cosas sino la esencia de las cosas. Trasladando el aserto (tan evidente) al “arte de viajar”, podemos decir que el turista va a lugares para hacer muchas fotografías (la representación de “la cosa”), en tanto el viajero ventea ávido el alma intraducible y desde luego imposible de fotografiar de cada sitio, el cual recorre, por instinto, con la mirada del corazón bien atenta y muy despierta.

He largado este preámbulo (mis disculpas) porque la primera impresión que tuve mientras leía “En el país del arte” (Ed. Evohé, Madrid, 2011), fue que Vicente Blasco Ibáñez, en 1886, estuvo en el mismo país que hoy día puede recorrer cualquier otro viajero avisado. Su percepción de Italia, narrada a partir de la experiencia en sus principales ciudades, capta con extraordinaria precisión ese “espíritu” imborrable de aquel país.

Génova como ascensión y desmesura en los esplendores del mármol (magistrales las páginas que dedica al cementerio genovés); el aura gótica y boreal de Milán, como rotunda incursión del norte europeo en el delicado argumento mediterráneo de Italia; Nápoles, a la que define como “la ciudad cantante”; la Florencia de los Medici que apabulla al escritor con la demasía estética de los Uffici; Venecia, Pisa... y sobre todo Roma, se constituyen en escenario revisitado, casi siglo y medio después, por todo aquel que haya viajado a Italia con intenciones y anhelo de ver lo mismo que vio Blasco Ibáñez. Porque la mirada es la misma.

Balsco Ibáñez vivió aprisa, con intensidad y pasión. Este libro de viajes por Italia fue redactado cuando el autor contaba diecinueve años de edad. Parecen épocas muy prematuras de la vida para ofrecer a los lectores un compendio tan amplio de experiencia y reflexión, pero el caso de Blasco Ibáñez tiene, como toda su obra, algo de excepcional. Con tan sólo 16 años ya había fundado su primera revista (“El Miguelete”), de pensamiento y política, orientada en la que sería constante línea de republicanismo radical. Tres años más tarde, con motivo de ciertos desórdenes públicos producidos en Valencia tras un intento de manifestación antiamericana, en plena crisis previa a los desastres del 98, tiene el autor que salir huyendo para eludir el presidio. Tras una rocambolesca fuga y un corto viaje por mar, acaba en Génova, y desde esta ciudad se propone recorrer toda Italia, sustentándose con lo que algunos diarios españoles le pagaban por las crónicas de su viaje. Este es el origen de “En al país del Arte - Tres meses en Italia”, una aventura en unos tiempos en los que la aventura aún era posible.



No faltan en el libro profusas referencias a las convicciones republicanas, laicistas y vehementemente democráticas de Blasco Ibáñez, traídas siempre a colación como enseñanza o corolario de sus observaciones sobre el pasado en “el país del arte”. La voz del republicano ferviente, sin embargo, no ahoga a la del escritor fascinado por la potestad evocadora del pasado, también por las peculiaridades políticas y culturales de Italia, por más que éstas contradigan sus principios ideológicos. Así por ejemplo, no oculta Blasco Ibáñez su humana simpatía hacia los reyes de la casa de Saboya, sobrios en sus costumbres y “populares” en su forma de ser, saliendo con bien de la comparación que establece con las altivas monarquías del imperio austrohúngaro (por otra parte, enemigas históricas de la unificación italiana, gesta nacional que fascina a Blasco Ibáñez). Detesta el abuso y expolio que los papas de Roma cometieron contra el legado monumental de la Ciudad Eterna, pero al mismo tiempo reconoce la vigencia del legado de la cultura latina en el poder tanto terrenal como espiritual de la iglesia católica. Descalifica a los emperadores romanos, por soberbios, dispendiosos y crueles, mas le subyuga el vibrante esplendor de su dominio. Reniega de la superstición religiosa, pero exalta el sacrificio de los primeros cristianos, a los que califica de “revolucionarios”. En fin, todo un cúmulo de pequeñas contradicciones, en el buen sentido del término, que suponen la evidencia de dos hechos innegables: la realidad (y la historia forma parte de la realidad, lo queramos o no) siempre es ambigua; y, por otra parte: se nota que Blasco Ibáñez tenía 19 años cuando escribió este libro. Su pensamiento, a menudo, recorre con urgencia los extremos de estas contradicciones, de un lado a otro, y en ambos lugares parece encontrarse muy en acomodo. Para último ejemplo: la desautorización moral y política que mantiene contra las monarquías europeas no menoscaba la admiración que siente ante el gran Napoleón, emperador de los franceses.

No admite segundas lecturas en esta obra, por supuesto, la rendida estima y devoción hacia la figura de Garibaldi. No podía ser de otra manera. Siempre he pensado que en las biografías de Blasco Ibáñez y del unificador de Italia hubo algunas concomitancias, quizás buscadas por el primero al tener como héroe personal y ejemplo al que seguir, al segundo: las ideas republicanas, el sentido universal de la patria, la inclinación a la acción como elemento de superior naturaleza ética, la aventura, los viajes... incluso las estancias en América, durante las cuales intentó Blasco Ibáñez hacer realidad, sin conseguirlo, algunas de sus utopías.

En definitiva, nos encontramos con un apasionado libro de viajes, escrito en pleno arrebato intelectual y estético por un autor joven y lleno de talento, a través del cual disecciona la reciente historia italiana, expone sus ideales democráticos, pacifistas y republicanos, y cuenta, a menudo con encendida prosa, no lo que todo el mundo puede ver, sino lo que necesita ser explicado: sus emociones ante el pasado glorioso de la península itálica y el desafío histórico de su presente. No es este el Blasco Ibáñez maduro, experimentado y magistral de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”; es un Blasco Ibáñez joven, trotamundos y apasionado. Quizás, por eso mismo, y desde cierto punto de vista, mucho más interesante.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Gao Singjan

A veces, en internet se encuentran cosas extraordinarias:


“Se está perdiendo el carácter misterioso de los seres humanos,
La ideología ha sido sustituida por el método;
el pensamiento por la información;
el concepto por el procedimiento;
la lengua por el cine y la televisión;
los escritores por los periodistas;
los poetas por las estrellas de la canción;
la literatura por los noticiarios;
la personalidad por el estatus;
el valor individual por la mercancía;
la sicología por la acción;
el sexo por el consumo ".


Gao Singjan.
Gazhou (China), 1940

jueves, 9 de febrero de 2012

En nombre del rey

Sólo son 68 páginas, un poco densas pero muy reveladoras sobre este asunto.
Es tema del día y lo seguirá siendo unos cuántos más, seguro (a menos que Belén Esteban se quede embarazada otra vez, de otro torero, un milagro improbable).
Anímense. Sepan de lo que hablan cuando hablan de lo que todo el mundo habla.
Algunos periódicos lo califican como "una vergüenza".
Aquí están los hechos probados, los fundamentos jurídicos y la parte dispositiva de esta vergüenzaY aquí también.

martes, 7 de febrero de 2012

Disculpas

A todos los que habéis enviado comentarios a este blog. Hasta hoy no he podido resolver los problemas técnicos que impedían su publicación. El principal de esos problemas era (y sigue siendo), mi torpeza para manejarme con aplicaciones un poco sofisticadas como esta. El segundo problema, mi empecinamiento en mantener este formato y diseño del blog, a pesar de los inconvenientes. Mea culpa.

Juro y prometo por las pezuñas de mi caballo que a partir de la fecha todos los comentarios serán publicados puntualmente, con inmenso cariño y la completa gratitud que merecen.

Saludos a todos y muchas gracias de nuevo.

domingo, 5 de febrero de 2012

Roma




Hay ciudades muy vivas que imponen al viajero la potestad soberana de su latir cotidiano, y hay ciudades que son como inmensos panteones, donde la piedra y la historia pesan más que el fulgor de los escaparates, el ruido del tráfico o la algazara infantil a la salida de los colegios. Son ciudades mausoleo, testigos sobrecogedores de épocas remotas y perdidas para siempre, un tiempo y un mundo que ya nunca volverán. Ese es su poderoso atractivo, una seducción algo nocturna que poco a poco va erigiéndose en el ánimo del visitante como un lamento antiguo, la canción bella y muy triste que permanece indeleble en el espíritu del lugar aunque la voz que llega a nuestro oído se haya disipado hace muchos siglos.

Hay ciudades para vivirlas con la vista en el reloj y el calendario, colmadas de emoción por el presente, y hay ciudades como sepulcros: las más bellas y colosales sepulturas del planeta.

Si, además, ha pasado por aquellos reinos el flautista de la leyenda, la evidencia arrasa al aturdido viajero: hay ciudades para vivirlas y otras que están sobre la tierra para celebración (sin misericordia) del triunfo de la muerte. Algo tan humano...


jueves, 2 de febrero de 2012

Las historias gallegas


Todos sabemos de lo que hablamos cuando hablamos de Cunqueiro, pero qué difícil es nombrar su literatura. Cabe una definición absoluta y excluyente que lo identifica ciertamente con lo magistral, pero ahí reside el problema: el adjetivo “magistral” resulta en exceso manido, y además entorna (aunque no cierra) las puertas a un comentario menos rotundo si bien igual de emocionado sobre su obra. En el breve y sobresaliente ensayo de Manuel Gregorio González que prologa esta edición de Las historias gallegas, el autor define la obra de Cunqueiro casi por lo que no es: no se trata de un autor retardario ni su prosa versa sobre la Galicia heráldica y pagana de Valle Inclán. Es un autor instalado en los soberanos ámbitos de la melancolía, pero tan lejos del desafuero romántico como de las truculencias góticas, o las fantasías ultracósmicas y terribles de Lovecraft. Leemos, pues, a Cunqueiro; sabemos que muy difícil, acaso imposible, será encontrar un autor en la literatura española que esgrima con tanta dulzura y eficacia el lenguaje narrativo (si acaso, su simétrico y diametralmente opuesto Pla), pero nos sigue quedando como una sensación desazonadora. No es un tardoromántico, ni un adelantado del realismo mágico, ni un escritor “fantástico”. Pero, ¿qué es? Puede que literatura en estado natural, emanada instintivamente a través de una voz que comparte su latido poético (en sentido amplio, por favor) con el entorno del cual fluyen cada imagen y cada sentimiento acogidos en la prosa con que dicha voz se expresa.



Es la única explicación, creo. Hay autores que necesitan “crear un ambiente” para hacer verosímil y sustentable el fondo de su discurso. De la forzada tenebrosidad romántica a la exuberancia selvática del realismo mágico, conocemos el esfuerzo de notables escritores por crear mundos evocadores, plenos de imaginación y fabulosas pasiones, todo lo cual les exige un esfuerzo estilístico notable, además de cierta argumentación (intratexto o a modo de coda) que “organice” ese gran concierto barroco ofrecido en cada uno de sus libros. Cunqueiro no necesita tanta ingeniería. En lo que a imaginación, fábula y mágica humanidad se refiere, Cunqueiro, “lo lleva puesto”. Por este motivo, se mezclan en la prosa de Cunqueiro, con toda llaneza y naturalidad, los ámbitos de ultramundo y sobremundo, los hechos cotidianos más triviales (cargados de sabor y gusto por lo pequeño), con fenómenos del más allá que transitan apaciblemente, sin estridencia ninguna, como “dados por hecho”; una parte más de la realidad que se muestra cuando es preciso y sin que nadie salga espantado, ni siquiera demasiado sorprendido. Los prodigios en la obra de Cunqueiro suceden casi siempre en casa, ante testigos que los contemplan con absoluta familiaridad, como hechos relevantes aunque no estrafalarios de lo cotidiano. Los vivos y los muertos de Cunqueiro conviven en el mismo mundo (curiosa la querencia de los muertos por los asuntos y afanes de este lado de la realidad); y como del mismo mundo son, se tratan cual vecinos bien llevados. No hay controversia, sólo literatura.

Sobre estas 67 historias gallegas, las cuales se emitieron a modo de semblanzas en distintas emisoras gallegas, entre 1981/82, al poco de la muerte de Cunqueiro (o mejor dicho, su mudanza y despertar de la vida en la aldea ultramundana que tocase, sin resaca ni remordimientos, con toda sencillez), lo más descriptivo que según mi entender puede decirse es que se trata de un compendio milagroso de prosas excepcionales: breves, deliciosas, mimadas, caprichosas, exquisitas... Cada una de estas historias ofrece una muestra valiosa por lo grande y preciosa por lo breve de la genialidad de Cunqueiro, desde el joven Agustín de Melon o de Quines (a lo mejor de Covela o de Rivadavia), que salvó del verdugo “de miragre”, al Tristán García que conoció a su Isolda en Venta de Baños, siendo la mujer anciana y churrera, y consumando aquel gran amor en acto sublime, por un regalo de churros. Contar más sería dislate, o pero aún: exceso. Hay que leer estas historias gallegas, oportunamente reeditadas por Paréntesis en una colección (Orfeo), que crece en contenidos y prestigio. Con autores así, y con editoriales dispuestos a rescatarlos, da gusto.

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PS./ Que es a modo de fe de erratas: en la pág.22, línea 13 (fatídico guarismo), falta una coma, después de “escaparate”; en la pág. 35, línea 10, donde dice “tomillo” debe decir “tornillo”. De nada.