lunes, 26 de noviembre de 2012

León en invierno

La cosa no deja de tener su aquel. Si estamos en invierno y viajo a León para pasar unas breves vacaciones en la ciudad más fría del imperio, y con intención de ilustrar esta despedida realizo una búsqueda en las imágenes de google con los términos "León en invierno", aparecen docenas de fotografías de una película. No de una película cualquiera, claro está, sino de "El león en invierno", obra maestra de Anthony Harvey, interpretada nada más que por Peter O'Toole, Katharine Hepburn y Anthony Hopkins entre otros actores.

Pues anécdota aparte, queda dicho. Nos vamos unos días a León, a descansar de los cielos taponados por sombras presurosas del Finisterrae, del viento atlántico que va y viene como besos de amante patoso a una tierra demasiado dulce para él, y de los chubascos que de tanto insistir algún día conseguirán ser lluvia de verdad. Nos vamos a los días transparentes, los cielos recién pulidos por el cristalero de la galaxia y los árboles del color de otoño, el amarillo en sigilo de las hojas tiritonas y el rojo sin griterío de la vegetación que duerme su letargo en espera de mejores tiempos para resplandecer. Nos vamos al frío. Al crudo invierno. Dentro de un par de semanas volveremos a las orillas del océano. Y volveré a este blog que camino lleva de convertirse en una especie de bitácora sobre las horas y las sendas en el reino medio clandestino del noroeste.

Hasta más ver.


sábado, 24 de noviembre de 2012

Se sortea un sueldo...

La Voz de Galicia, prestigioso periódico hacia el que he mantenido devoción durante muchos años, desde mucho antes de venir a vivir a estas tierras, ha tenido la ocurrencia de organizar un concurso entre los comparadores del tabloide; se trata de una de esas promociones a las que están obligados los periódicos “en formato papel” si quieren sobrevivir a la avalancha de información alternativa y sobre todo a la inmediatez de la prensa digital.

El concurso consiste en rifar un sueldo de 1.500 euros durante un año.

Yo no sé si los responsable de esta iniciativa se han parado a reflexionar sobre lo que entraña en última instancia. Aunque sea con meras intenciones publicitarias, están sorteando un derecho de la ciudadanía: el salario digno que corresponde a un trabajo al que todos los españoles, según nuestra Constitución, también tenemos derecho. No quiero ponerme puritano ni tiquismiquis, pero puestos a incentivar la lectura de su periódico e incrementar la venta del mismo, las cabezas preclaras de La Voz de Galicia podrían haber inventado algo menos sangrante. El tufo oportunista en un entorno asfixiado por el desempleo y el trabajo precario es casi, casi escandaloso. Hasta la fecha, que yo sepa, el salario era la venerable compensación por el sudor sagrado de los trabajadores (lo de “sagrado” va con primeras, segundas y terceras intenciones). Ahora, en versión La Voz de Galicia, es un bien improbable, circunstancial, que puede sortearse igual que una vajilla de 48 piezas o un televisor de plasma.

La próxima promoción, una pensión jubilatoria. O mismamente, un puesto de trabajo.

Si el disfrute legítimo de los derechos sociales reconocidos en nuestra legislación se convierten en objeto de concurso, una de dos: o vivimos en un país lleno de buitres o vivimos en un país-basura. Yo prefiero pensar lo primero.

martes, 20 de noviembre de 2012

Philip Roth, el desaliento

A los 79 años, cansado, sobrepasado por el sentimiento de frustración que cualquier novelista padecería si durante casi un lustro escribiese cinco páginas diarias y las cinco, inapelablemente, fueran a la papelera (como es el caso), Philip Toth ha decidido dejar de escribir, de hablar sobre sus novelas e incluso de hablar con la prensa y conceder entrevistas.

Lo de menos sobre Roth es que los medios de comunicación lo hayan situado en la conspicua categoría de “eterno candidato” al premio Nobel, o que sus novelas se hayan vendido por millones de ejemplares en todo el mundo, traducidas a multitud de idiomas, o que haya recibido galardones como el premio nacional de novela, el PEN Club, el Pulitzer, el príncipe de Asturias de la letras et cétera. Como diría el clásico: “Hacienda no le falta, pero eso es lo único que no interesa a la historia”. Los laureles y éxitos no hacen a un gran escritor, de la misma manera que los fracasos no lo destruyen (curiosamente al contrario que los autores mediocres, quienes necesitan el continuo estímulo de los galardones literarios, los títulos superventas, el oropel y el fandango para mantener su tensión creativa, y pongamos lo de “creativa” con todas las comillas que sean necesarias).

Lo importante de Philp Roth es su obra, y esta obviedad como verdad del barquero parece necesaria en unos tiempos que propenden mucho a confundir un éxito de mercadotecnia, o la habilidad para seducir el gusto rudimentario de lectores poco avezados, con el talento literario. Es justamente la obra de Roth y no otra cosa lo que debería interesarnos ahora, ese compendio universal de tramas y personajes a través de los cuales dibuja e interpreta la sociedad norteamericana de su tiempo (y bajo sus propias circunstancias) con una extraña lucidez cargada de humanidad, cálida y próxima al lector, respetuosa como si aplicase pudoroso esmero en no gritar más alto ni erigirse avasallante sobre el rumor del pensamiento de quien lo lee. Esa voz prodigiosamente exacta y acogedora, aparece siempre desde una distancia que algunos comentaristas y críticos han definido como “fría”, como si Roth nos sugiriese que bastantes contradicciones y situaciones de conflicto moral entraña la realidad en sí misma como para, de añadido, cargar al lector con su punto de vista y sus opiniones sobre el asunto de la novela. Esa voz que es como una mano firme enfundada en un guante de lana, le ha servido a Phlip Roth para surcar con maestría ejemplar argumentos tan endiabladamente belicosos como "La lección de anatomía" o "La mancha humana".

Y es esa voz precisamente la que parece haber perdido Roth (eso dice), la que no consigue invocar diáfana después de tantos años y tanta dedicación empeñados en el arte narrativo, ese oficio que en palabras de mi amigo el poeta José Antonio Iglesias consiste en “pasar a limpio lo vivido”. Ese es el motivo por el que Roth abandona. Se niega a reiterar artificialmente fórmulas de éxito, al manierismo siempre rentable y siempre algo patético en los autores veteranos. Se niega a repetirse. Con sus propias palabras lo afirma en la que, sostiene, es su última entrevista: “No creo que un nuevo libro vaya a cambiar nada de lo que ya he hecho, y si escribo un libro nuevo que probablemente será un fracaso, ¿quién tiene deseos de leer un libro mediocre?”.

Por supuesto, no han faltado espontáneas voces resabidas que atribuyen la retirada de Roth al “miedo a un nuevo fracaso”, pues evidente parece que en sus últimas obras iba decayendo la firmeza de su pulso narrativo, con notable atrincheramiento en estereotipos que nada aportan al lector y bastante merman la presunción de solvencia del escritor, más que demostrada hasta hace poco aunque ahora semioculta en la imitación de sí mismo.

Lo que cabe preguntarse inmediatamente es algo a lo que casi nadie da importancia. Dejando aparte la teoría oportunista del “miedo al fracaso”: ¿Por qué Philip Roth ha perdido el aliento, ha dado las últimas zancadas y ha dicho “hasta aquí hemos llegado?”.

Lo cierto es que he leído, durante los últimos días, algunas explicaciones bastante pintorescas, las cuales suelen coincidir en que Roth ha extraviado la fe en sí mismo por culpa del amaneramiento, por huir de la realidad concreta y cotidiana de su entorno, donde con tanta pericia se desenvolvía, para enclaustrarse en mundos ficticios, realidades imaginarias y alguna parábola inverosímil sobre la sociedad americana de hace una década (“La conjura contra América” [2004], en la que un presidente antisemita se empeña en ejercer de tal. (No lo había escrito hasta ahora porque parecía innecesario: Philp Roth es judío y en la mayoría de sus obras esta circunstancia opera como elemento central, y en otras como fuerza en segundo plano del argumento y desarrollo de la narración). Pero esta explicación nos describe el efecto de la incomodidad en que parece encontrarse el autor. Recurrir a la seguridad de lo impostado, lo artificioso que acaba siendo amanerado y molesto para quien conoce la auténtica voz narradora de Roth, no es la causa de su declive como escritor, sino la consecuencia del mismo. Del motivo verdadero seguimos sin saber nada.

Por otra parte, achacar a Philip Roth el haber perdido la potencia serena de su dictado “por culpa” de una inconfesada deserción de la realidad próxima, situando sus novelas en coordenadas de acción/tiempo inconcretas, no deja de ser un diagnóstico interesado y cargado de cierto reproche entre lo ético y lo canónico, como una especie de historia ejemplar: “Fíjense ustedes hasta qué extremos de claudicación puede llevar a un escritor sobresaliente el abandono de la línea correcta, es decir: el escrupuloso realismo”. Si este reproche viene además formulado por un escritor español, el asunto adquiere dimensiones aporísticas, de una arbitrariedad como agazapada y en atisbo del tropezón ajeno para alzar el dedo y clamar aquello de “ya lo decía yo”. Seamos coherentes en esto. Dejando aparte a cuatro novelistas que me parecen más que notables (los enumero: Vila-Matas, Justo Navarro, Javier García Sánchez y Antonio Soler), no conozco a ningún autor español que escriba para adultos, que tenga éxito y que no ambiente por lo general sus novelas en épocas muy pasadas, la guerra civil como referencia fundamental aunque no única, pues ahí están los superventas en “novela histórica”. O autores que no busquen impulsivamente el amparo de la literatura de género, sea la novela negra, el thriller psicológico, el costumbrismo, la fantasía neogótica o la pintorescamente mimosona "literatura de mujeres". Si descreer del realismo equivale a perder el oremus literario, entonces la novelística española de los últimos treinta años padece un desnortamiento clamoroso.

Habrá quien argumente que escribir sobre un pasado tan vivo como la guerra civil no significa renunciar al realismo, dado que el conflicto en sí, la sociedad nacida tras el mismo y las consecuencias de todo ello marcan de manera casi definitiva el latir de nuestro presente. Pero es que esa idea tan bondadosamente extendida entre nuestros autores de novela apareja dos previos actos de fe, los cuales no estoy muy dispuesto a realizar. El primero: que las condiciones y parámetros históricos descritos en dichas novelas sean en verdad “realistas” y no una reconstrucción buenista, sesgada e inverosímil de lo que fueron las circunstancias objetivas del fratricidio, con todas sus luces y sus sombras y la sangre salpicando por todas partes. A todos. El segundo acto de fe: que se está intentando hacer literatura y no predicando ideología, es decir, falsa conciencia, con intenciones meramente comerciales (o a saber qué otras, aunque ese asunto me importa lo mismo que la letra del himno de Pakistán).

Definitivamente, no creo que Philip Roth haya perdido el don de lo literario igual que aquel entrañable personaje de “Amanece que no es poco” había perdido los dones para la agricultura. Sí estoy convencido de que tras muchísimos años de arrojar piedras al mar, y de comprobar que el cambio de registro anunciado en “La conjura contra América” no iba a dar resultado, entre otros motivos porque ni esa es su manera de expresarse ni esos son los ámbitos naturales de su literatura, ha decidido echarse a un lado, agotado por el esfuerzo y quizás desanimado por la capacidad acelerativa y el imparable progreso de las miserias que emborronan el “espíritu de los tiempos” en los Estados Unidos, un avance de la estupidez y el fanatismo al estilo "tierra quemada" contra el que ha luchado durante toda su vida. Quien haya leído “La mancha humana” sabe perfectamente de lo que hablo.

Philip Roth no es un escritor de día de fiesta sino de diario, de los que concienzudamente han trabajado sobre la materia prima de una realidad inmediata cada vez más desoladora y con intención de incidir en dicha realidad e intentar transformar las conciencias para, al menos, frenar el apogeo de las dos fuerzas devastadoras que, en sólida alianza, arramblan hoy día con todo lo que se les ponga por delante: la complacencia en la simplicidad (la grosería, la brutalidad, la ignorancia satisfecha, la estabulación en masa de los esclavos felices del sistema), y la crueldad espiritual impuesta por los nuevos inquisidores y la policía del pensamiento. En una nación donde el cuento de los tres cerditos no puede contarse en multitud de escuelas porque los alumnos musulmanes podrían sentirse ofendidos, escribir novelas como “La mancha humana” y dar latigazos al viento es casi lo mismo.

Para terminar, algún artículo he leído en el que se reprocha a Philp Roth haber inventado en “La conjura contra América” un gobierno, unas leyes y una sociedad lacerantemente antisemitas cuando esas lacras de la discriminación y la injusticia eran padecidas realmente por la población de raza negra. El argumento resulta de una candidez casi encomiable. La literatura no vive en un mundo de judíos, negros y blancos. Sobrevive en los ámbitos de la cultura, los cuales, desde hace mucho tiempo y bajo la mirada benevolente de la nomenclatura intelectual, están siendo arrasados por esa especie de infumable credo universal que es la llamada “multiculturalidad”. Y el elemento más activo, más corrosivo y galopante de esa morralla “kultural” hunde sus raíces en el folclore urbano más inurbano de las aglomeraciones mestizas y negras. Cuando se detenga la violenta tosquedad de esas músicas, esas maneras, esos valores desquiciados en la épica del suburbio, la cultura del rap extremo y el spray para marcar paredes y territorios, la educación en “tolerancia” bajo mínimos que apenas alcanzan el nivel de retraso mental, la estética de los calzoncillos al aire, los pantalones a la altura de las ingles y la testa encapuchada, me desdeciré de lo anterior.

Ante todo eso, Philp Roth ha dicho “No cuenten más conmigo”. Esto último no es más que una conjetura, claro está. Pero puestos a urdir suposiciones, me parece más plausible que cualquiera de las antes señaladas.

Por cierto, he utilizado en este artículo las expresiones “raza negra”, “mestiza” y similares. Si a alguien le apeteciera reconocer en ellas expresiones racistas y xenófobas le diré de antemano que, por mi parte, muy honrado. Tan honrado como honrado y negro es el profesor protagonista de “La mancha humana”. Tan blanco por fuera, tan desgraciado por todas partes.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Absolución

Ayer iba escuchando la radio, mientras conducía y me las arreglaba con los semáforos. Suelo sintonizar siempre Radio Nacional, porque me gusta y porque la tengo memorizada y su botón es el que queda más mano según se cambia de marcha. Escuché una entrevista en El Ojo Crítico con Luis Landero. Acaba de sacar novela, como siempre en Tusquets. Se titula Absolución y según declaraba el autor la narración versa sobre la felicidad y el sentido de la vida. Landero, como acostumbra, me regaló la posibilidad de una sonrisa colmada de ternura. Una sonrisa solitaria, aislado en el interior del automóvil, en medio de la ciudad. Una sonrisa que no tuvo más remedio que aflorar y, desde luego, ser muy sincera.

Conocí a Landero en 1991, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Por aquel entonces yo era un escritor casi incipiente. Había publicado una novela (laureada y lo que se quiera, pero UNA). Él, también una, pero esa UNA era Los juegos de la edad tardía. Durante alguna de nuestras charlas me confidenció algo que hoy casi todo el mundo sabe: su intención era titular la novela como "El Gran Faroni"; pero los criterios editoriales se impusieron. Como siempre.

Ha pasado el tiempo, veintiún años. Sí, sí que ha pasado. En aquel entonces Landero era un morenazo de 45 primaveras, con voz de actor y todas las trazas de "llevárselas de calle". Yo era un poco más joven, andaba por los 35, y como nunca he envidiado a otros escritores sino que más bien he intentado aprender de ellos, de Landero envidiaba su presumible capacidad para, en efecto, "llevárselas de calle". Y nada más. Y nada menos.

Qué sensación como de nostalgia y afirmación en uno mismo, en lo que ha sido y ha querido ser, sentí ayer, escuchando a Landero. Si después de veintiún años sigue (seguimos, para qué nos vamos a engañar), en la misma interrogante, la felicidad y el sentido de la vida, eso quiere decir dos cosas: que el Gran Faroni tenía razón cuando se obsesionaba por "el afán"; y dos: que el asunto es como la Conjetura de Goldbach, apasionante, visible ante nuestras narices, insolente como un pijama de cuadros y sin solución posible.

Con esa idea detuve el coche, aparqué a la primera, apagué la radio y salí a caminar un rato. "La felicidad y el sentido de la vida ...", pensaba. Me acordé de un artículo de Fernando García Tola, leído hace también muchísimos años: "Cuando me pongo a pasear me da por pensar en el sentido de todo esto... y acabo tomándome un valium".

Pues vaya a la salud de Landero.

jueves, 15 de noviembre de 2012

La amistad de la nieve

Estaba la noche fresca, más bien tirando a fría. Hablo del frío de León, no de cualquier frío de esos que caen por ahí como anécdota entre horas, sin marchamo conocido ni futuro con posibles. El frío de León es como la carrera de ingeniería de minas: muy difícil de trasponer, para toda la vida y de incierto provecho dados los tiempos que corren. Y como en estos tiempos todo (casi todo) es bastante precario, lo mejor fue acogerse a lo seguro, la amistad de quienes me arroparon en la presentación de La hermandad de la nieve, los que compartían mesa y los presentes en el público.

Estaba fresca la noche y encima nos dedicamos a hablar de nieve, la de León, la de Granada, la lejana y soberana que sirve de paisaje y la que nos viste de diario. La nieve de los caminos y la que está siempre en la memoria y ya nunca es excepción sino, como dijo no sé quién, una forma de estar en el mundo. Si el patriarca Álvaro de Bayos sabía "de nieve más que nadie", los congregados en la librería Artemis, el martes pasado, lo sabíamos casi todo sobre los nombres de la nieve (todo lo que hay que saber, se entiende).

Porque la nieve es como la amistad: si le quitas el silencio se queda en medio nada. Y si intentamos arrebatarle su misterio, el fracaso está cantado. Hay cosas que, de puro evidentes, no pueden ser explicadas.

Del blog de Bruno Alcaraz

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El cementerio sin muertos

El pasado lunes, paseando por Santiago con Xosé Antonio López Silva y su mujer, Ana, descubrimos que no hay en el mundo un lugar más desolado, fantasmal, que un cementerio sin difuntos.

Xosé Antonio es un gallego que transpira la vieja sabiduría de esta civilización al puro noroeste, entre brumas como como canciones antiguas
y cielos del color de las narraciones fantásticas; y al mismo tiempo es un hombre de nuestra época, involucrado en la cultura como voluntad universal de razón y belleza, dos cosas que son en el fondo la misma cosa.
Citarnos con él y con Ana se convirtió en una pequeña, apasionante aventura, tanto por la ilusión de la ida como por las peripecias del regreso, perdidos Sonia y yo en caminos inverosímiles, en la noche de brujas y en medio de bosques donde lo natural habría sido que nos saliera al paso el bandido Fendetestas con su secular grito de guerra: "¡Alto ahí, me caso en Soria!". Finalmente, el navegador dio con la ruta adecuada. Le costó pero lo consiguió. Aquí la vida no es fácil.

En Santiago, paseando y charlando de las últimas publicaciones de Xosé Antonio ("De santos y milagros", inédito de Cunqueiro, y la traducción de "El libro de cocina" de Alice B. Toklas, y de alguna cosa mía que también acaba de aparecer en forma de libro... En fin, entre un tema y otro acabamos en el parque de San Domingos de Bonaval. Ana, que conoce la zona perfectamente porque hasta hace nada ha trabajado allí de bibliotecaria, nos enseñó los entornos y el famoso cementerio de restos trasladados. No había percibido la potestad dramática de un paisaje desde hace años, cuando visité en compañía de Antonio Enrique el poblado fantasma de lo que fueron instalaciones mineras en Alquife (Granada). La maquinaria,viviendas y almacenes abandonados tienen su misterio, pero los nichos y las tumbas dejados de la mano de Dios tienen un quién sabe de vacío sideral, como de lamento sin forma y llanto sin propósito, como plañir por la vida porque se echa de menos la muerte, que da sentido a todo.

Un cementerio vacío es el lugar más inútil del mundo. Y el más sobrecogedor. La representación de la muerte en puro concepto, representada pero no encarnada, como elemental recordatorio de nuestro sic transit, resulta de una lógica un poco cruel. Un cementerio sin difuntos es tan absurdo como la vida sin la perspectiva de la muerte, la que cohesiona y otorga razón a nuestro paso por este mundo. El cementerio que no es un cementerio de San Domingos de Bonaval es tan rotundo, en este aspecto, como el aserto clásico: Ex nihilo, nihil.



Por cierto, me contaba Xosé Antonio que el auténtico problema que se planteó con el traslado del cementerio no fue el escatológico/metafísico (eso son garambainas de escritores). Lo que fastidió a muchos es que sus familiares y allegados difuntos fueran a mezclarse democráticamente con a saber quién. Al parecer, hubo un curioso trasiego de huesos y cenizas en Santiago, en espera de que la administración resolviese el contencioso.

De todo lo cual deduzco que un cementerio vacío es un paisaje infinito y también una ocasión estupenda para la infinita capacidad humana de olvidar el presente y aferrarse al privilegio del pasado. El nombre y los apellidos pesan más que la eternidad, decían los legatarios de los huesos y restos embalados para la mudanza. ¿Será verdad?

Como diría Xosé Antonio, a la gallega: Será...

viernes, 2 de noviembre de 2012

La hermandad de la nieve

Volver a León siempre es grato. Encontrar a los amigos, a la familia, mejor aún. Si es por un motivo como este, mejor que mejor.


jueves, 1 de noviembre de 2012

Feliz Halloween

Ya nos hemos doctorado en Halloween. Lo que empezó siendo una fiesta friki y bastante estúpida, importada de un país donde la mayoría de sus habitantes no saben dónde está Bélgica, fue tomando poco a poco carta de naturaleza hasta convertirse en "tradición" española, faltaría más. Las representaciones de Don Juan Tenorio y llevar flores a nuestros difuntos eran costumbres demasiado ñoñas para conmemorar estas fechas sepulcrales. Mejor el rango madeinusa, el toque al estilo Hollywood, el disfraz de niña del exorcista y la juerga cervecera. Dónde va a parar. Halloween se enseña ya en todas las escuelas españolas, públicas y privadas. Los profesores, con encomiable espíritu didáctico, organizan vistosas fiestas de disfraces para los nenes. Tiempo tendrán los educandos para más meollo en el commentatio mortis. Por el momento, se les adiestra para que sean góticos desde pequeñines y todos contentos.

Nos faltaban los muertos de verdad, mas felizmente llegaron la pasada madrugada: tres chicas aplastadas por la multitud orgiástica en el fiestorro del Madrid Arena. Lo siento por ellas, de verdad, pero su destino estaba cantado: si diez mil memos se reúnen para hacer el memo en una fiesta mema organizada por unos memos... Pues eso: cantado.

Estoy deseando ver las imágenes del telediario, las amigas de las víctimas poniendo velitas en el lugar del "trágico suceso" y etcétera. Estoy deseando escuchar a los familiares de las fallecidas, cómo arremeten contra la organización del acto, la insuficiente y atolondrada seguridad del evento, y etcétera.

A ver quién explica a esos padre, esas madres, esa familia y allegados, los amigos con carita de pena... A ver quién es capaz de decirles la verdad: esas jóvenes han muerto porque era inevitable. La estupidez, mata.