A los 79 años, cansado, sobrepasado por el sentimiento de frustración que cualquier novelista padecería si durante casi un lustro escribiese cinco páginas diarias y las cinco, inapelablemente, fueran a la papelera (como es el caso), Philip Toth ha decidido dejar de escribir, de hablar sobre sus novelas e incluso de hablar con la prensa y conceder entrevistas.
Lo de menos sobre Roth es que los medios de comunicación lo hayan situado en la conspicua categoría de “eterno candidato” al premio Nobel, o que sus novelas se hayan vendido por millones de ejemplares en todo el mundo, traducidas a multitud de idiomas, o que haya recibido galardones como el premio nacional de novela, el PEN Club, el Pulitzer, el príncipe de Asturias de la letras et cétera. Como diría el clásico: “Hacienda no le falta, pero eso es lo único que no interesa a la historia”. Los laureles y éxitos no hacen a un gran escritor, de la misma manera que los fracasos no lo destruyen (curiosamente al contrario que los autores mediocres, quienes necesitan el continuo estímulo de los galardones literarios, los títulos superventas, el oropel y el fandango para mantener su tensión creativa, y pongamos lo de “creativa” con todas las comillas que sean necesarias).
Lo importante de Philp Roth es su obra, y esta obviedad como verdad del barquero parece necesaria en unos tiempos que propenden mucho a confundir un éxito de mercadotecnia, o la habilidad para seducir el gusto rudimentario de lectores poco avezados, con el talento literario. Es justamente la obra de Roth y no otra cosa lo que debería interesarnos ahora, ese compendio universal de tramas y personajes a través de los cuales dibuja e interpreta la sociedad norteamericana de su tiempo (y bajo sus propias circunstancias) con una extraña lucidez cargada de humanidad, cálida y próxima al lector, respetuosa como si aplicase pudoroso esmero en no gritar más alto ni erigirse avasallante sobre el rumor del pensamiento de quien lo lee. Esa voz prodigiosamente exacta y acogedora, aparece siempre desde una distancia que algunos comentaristas y críticos han definido como “fría”, como si Roth nos sugiriese que bastantes contradicciones y situaciones de conflicto moral entraña la realidad en sí misma como para, de añadido, cargar al lector con su punto de vista y sus opiniones sobre el asunto de la novela. Esa voz que es como una mano firme enfundada en un guante de lana, le ha servido a Phlip Roth para surcar con maestría ejemplar argumentos tan endiabladamente belicosos como "La lección de anatomía" o "La mancha humana".
Y es esa voz precisamente la que parece haber perdido Roth (eso dice), la que no consigue invocar diáfana después de tantos años y tanta dedicación empeñados en el arte narrativo, ese oficio que en palabras de mi amigo el poeta José Antonio Iglesias consiste en “pasar a limpio lo vivido”. Ese es el motivo por el que Roth abandona. Se niega a reiterar artificialmente fórmulas de éxito, al manierismo siempre rentable y siempre algo patético en los autores veteranos. Se niega a repetirse. Con sus propias palabras lo afirma en la que, sostiene, es su última entrevista: “No creo que un nuevo libro vaya a cambiar nada de lo que ya he hecho, y si escribo un libro nuevo que probablemente será un fracaso, ¿quién tiene deseos de leer un libro mediocre?”.
Por supuesto, no han faltado espontáneas voces resabidas que atribuyen la retirada de Roth al “miedo a un nuevo fracaso”, pues evidente parece que en sus últimas obras iba decayendo la firmeza de su pulso narrativo, con notable atrincheramiento en estereotipos que nada aportan al lector y bastante merman la presunción de solvencia del escritor, más que demostrada hasta hace poco aunque ahora semioculta en la imitación de sí mismo.
Lo que cabe preguntarse inmediatamente es algo a lo que casi nadie da importancia. Dejando aparte la teoría oportunista del “miedo al fracaso”: ¿Por qué Philip Roth ha perdido el aliento, ha dado las últimas zancadas y ha dicho “hasta aquí hemos llegado?”.
Lo cierto es que he leído, durante los últimos días, algunas explicaciones bastante pintorescas, las cuales suelen coincidir en que Roth ha extraviado la fe en sí mismo por culpa del amaneramiento, por huir de la realidad concreta y cotidiana de su entorno, donde con tanta pericia se desenvolvía, para enclaustrarse en mundos ficticios, realidades imaginarias y alguna parábola inverosímil sobre la sociedad americana de hace una década (“La conjura contra América” [2004], en la que un presidente antisemita se empeña en ejercer de tal. (No lo había escrito hasta ahora porque parecía innecesario: Philp Roth es judío y en la mayoría de sus obras esta circunstancia opera como elemento central, y en otras como fuerza en segundo plano del argumento y desarrollo de la narración). Pero esta explicación nos describe el efecto de la incomodidad en que parece encontrarse el autor. Recurrir a la seguridad de lo impostado, lo artificioso que acaba siendo amanerado y molesto para quien conoce la auténtica voz narradora de Roth, no es la causa de su declive como escritor, sino la consecuencia del mismo. Del motivo verdadero seguimos sin saber nada.
Por otra parte, achacar a Philip Roth el haber perdido la potencia serena de su dictado “por culpa” de una inconfesada deserción de la realidad próxima, situando sus novelas en coordenadas de acción/tiempo inconcretas, no deja de ser un diagnóstico interesado y cargado de cierto reproche entre lo ético y lo canónico, como una especie de historia ejemplar: “Fíjense ustedes hasta qué extremos de claudicación puede llevar a un escritor sobresaliente el abandono de la línea correcta, es decir: el escrupuloso realismo”. Si este reproche viene además formulado por un escritor español, el asunto adquiere dimensiones aporísticas, de una arbitrariedad como agazapada y en atisbo del tropezón ajeno para alzar el dedo y clamar aquello de “ya lo decía yo”. Seamos coherentes en esto. Dejando aparte a cuatro novelistas que me parecen más que notables (los enumero: Vila-Matas, Justo Navarro, Javier García Sánchez y Antonio Soler), no conozco a ningún autor español que escriba para adultos, que tenga éxito y que no ambiente por lo general sus novelas en épocas muy pasadas, la guerra civil como referencia fundamental aunque no única, pues ahí están los superventas en “novela histórica”. O autores que no busquen impulsivamente el amparo de la literatura de género, sea la novela negra, el thriller psicológico, el costumbrismo, la fantasía neogótica o la pintorescamente mimosona "literatura de mujeres". Si descreer del realismo equivale a perder el oremus literario, entonces la novelística española de los últimos treinta años padece un desnortamiento clamoroso.
Habrá quien argumente que escribir sobre un pasado tan vivo como la guerra civil no significa renunciar al realismo, dado que el conflicto en sí, la sociedad nacida tras el mismo y las consecuencias de todo ello marcan de manera casi definitiva el latir de nuestro presente. Pero es que esa idea tan bondadosamente extendida entre nuestros autores de novela apareja dos previos actos de fe, los cuales no estoy muy dispuesto a realizar. El primero: que las condiciones y parámetros históricos descritos en dichas novelas sean en verdad “realistas” y no una reconstrucción buenista, sesgada e inverosímil de lo que fueron las circunstancias objetivas del fratricidio, con todas sus luces y sus sombras y la sangre salpicando por todas partes. A todos. El segundo acto de fe: que se está intentando hacer literatura y no predicando ideología, es decir, falsa conciencia, con intenciones meramente comerciales (o a saber qué otras, aunque ese asunto me importa lo mismo que la letra del himno de Pakistán).
Definitivamente, no creo que Philip Roth haya perdido el don de lo literario igual que aquel entrañable personaje de “Amanece que no es poco” había perdido los dones para la agricultura. Sí estoy convencido de que tras muchísimos años de arrojar piedras al mar, y de comprobar que el cambio de registro anunciado en “La conjura contra América” no iba a dar resultado, entre otros motivos porque ni esa es su manera de expresarse ni esos son los ámbitos naturales de su literatura, ha decidido echarse a un lado, agotado por el esfuerzo y quizás desanimado por la capacidad acelerativa y el imparable progreso de las miserias que emborronan el “espíritu de los tiempos” en los Estados Unidos, un avance de la estupidez y el fanatismo al estilo "tierra quemada" contra el que ha luchado durante toda su vida. Quien haya leído “La mancha humana” sabe perfectamente de lo que hablo.
Philip Roth no es un escritor de día de fiesta sino de diario, de los que concienzudamente han trabajado sobre la materia prima de una realidad inmediata cada vez más desoladora y con intención de incidir en dicha realidad e intentar transformar las conciencias para, al menos, frenar el apogeo de las dos fuerzas devastadoras que, en sólida alianza, arramblan hoy día con todo lo que se les ponga por delante: la complacencia en la simplicidad (la grosería, la brutalidad, la ignorancia satisfecha, la estabulación en masa de los esclavos felices del sistema), y la crueldad espiritual impuesta por los nuevos inquisidores y la policía del pensamiento. En una nación donde el cuento de los tres cerditos no puede contarse en multitud de escuelas porque los alumnos musulmanes podrían sentirse ofendidos, escribir novelas como “La mancha humana” y dar latigazos al viento es casi lo mismo.
Para terminar, algún artículo he leído en el que se reprocha a Philp Roth haber inventado en “La conjura contra América” un gobierno, unas leyes y una sociedad lacerantemente antisemitas cuando esas lacras de la discriminación y la injusticia eran padecidas realmente por la población de raza negra. El argumento resulta de una candidez casi encomiable. La literatura no vive en un mundo de judíos, negros y blancos. Sobrevive en los ámbitos de la cultura, los cuales, desde hace mucho tiempo y bajo la mirada benevolente de la nomenclatura intelectual, están siendo arrasados por esa especie de infumable credo universal que es la llamada “multiculturalidad”. Y el elemento más activo, más corrosivo y galopante de esa morralla “kultural” hunde sus raíces en el folclore urbano más inurbano de las aglomeraciones mestizas y negras. Cuando se detenga la violenta tosquedad de esas músicas, esas maneras, esos valores desquiciados en la épica del suburbio, la cultura del rap extremo y el spray para marcar paredes y territorios, la educación en “tolerancia” bajo mínimos que apenas alcanzan el nivel de retraso mental, la estética de los calzoncillos al aire, los pantalones a la altura de las ingles y la testa encapuchada, me desdeciré de lo anterior.
Ante todo eso, Philp Roth ha dicho “No cuenten más conmigo”. Esto último no es más que una conjetura, claro está. Pero puestos a urdir suposiciones, me parece más plausible que cualquiera de las antes señaladas.
Por cierto, he utilizado en este artículo las expresiones “raza negra”, “mestiza” y similares. Si a alguien le apeteciera reconocer en ellas expresiones racistas y xenófobas le diré de antemano que, por mi parte, muy honrado. Tan honrado como honrado y negro es el profesor protagonista de “La mancha humana”. Tan blanco por fuera, tan desgraciado por todas partes.
Lo de menos sobre Roth es que los medios de comunicación lo hayan situado en la conspicua categoría de “eterno candidato” al premio Nobel, o que sus novelas se hayan vendido por millones de ejemplares en todo el mundo, traducidas a multitud de idiomas, o que haya recibido galardones como el premio nacional de novela, el PEN Club, el Pulitzer, el príncipe de Asturias de la letras et cétera. Como diría el clásico: “Hacienda no le falta, pero eso es lo único que no interesa a la historia”. Los laureles y éxitos no hacen a un gran escritor, de la misma manera que los fracasos no lo destruyen (curiosamente al contrario que los autores mediocres, quienes necesitan el continuo estímulo de los galardones literarios, los títulos superventas, el oropel y el fandango para mantener su tensión creativa, y pongamos lo de “creativa” con todas las comillas que sean necesarias).
Lo importante de Philp Roth es su obra, y esta obviedad como verdad del barquero parece necesaria en unos tiempos que propenden mucho a confundir un éxito de mercadotecnia, o la habilidad para seducir el gusto rudimentario de lectores poco avezados, con el talento literario. Es justamente la obra de Roth y no otra cosa lo que debería interesarnos ahora, ese compendio universal de tramas y personajes a través de los cuales dibuja e interpreta la sociedad norteamericana de su tiempo (y bajo sus propias circunstancias) con una extraña lucidez cargada de humanidad, cálida y próxima al lector, respetuosa como si aplicase pudoroso esmero en no gritar más alto ni erigirse avasallante sobre el rumor del pensamiento de quien lo lee. Esa voz prodigiosamente exacta y acogedora, aparece siempre desde una distancia que algunos comentaristas y críticos han definido como “fría”, como si Roth nos sugiriese que bastantes contradicciones y situaciones de conflicto moral entraña la realidad en sí misma como para, de añadido, cargar al lector con su punto de vista y sus opiniones sobre el asunto de la novela. Esa voz que es como una mano firme enfundada en un guante de lana, le ha servido a Phlip Roth para surcar con maestría ejemplar argumentos tan endiabladamente belicosos como "La lección de anatomía" o "La mancha humana".
Y es esa voz precisamente la que parece haber perdido Roth (eso dice), la que no consigue invocar diáfana después de tantos años y tanta dedicación empeñados en el arte narrativo, ese oficio que en palabras de mi amigo el poeta José Antonio Iglesias consiste en “pasar a limpio lo vivido”. Ese es el motivo por el que Roth abandona. Se niega a reiterar artificialmente fórmulas de éxito, al manierismo siempre rentable y siempre algo patético en los autores veteranos. Se niega a repetirse. Con sus propias palabras lo afirma en la que, sostiene, es su última entrevista: “No creo que un nuevo libro vaya a cambiar nada de lo que ya he hecho, y si escribo un libro nuevo que probablemente será un fracaso, ¿quién tiene deseos de leer un libro mediocre?”.
Por supuesto, no han faltado espontáneas voces resabidas que atribuyen la retirada de Roth al “miedo a un nuevo fracaso”, pues evidente parece que en sus últimas obras iba decayendo la firmeza de su pulso narrativo, con notable atrincheramiento en estereotipos que nada aportan al lector y bastante merman la presunción de solvencia del escritor, más que demostrada hasta hace poco aunque ahora semioculta en la imitación de sí mismo.
Lo que cabe preguntarse inmediatamente es algo a lo que casi nadie da importancia. Dejando aparte la teoría oportunista del “miedo al fracaso”: ¿Por qué Philip Roth ha perdido el aliento, ha dado las últimas zancadas y ha dicho “hasta aquí hemos llegado?”.
Lo cierto es que he leído, durante los últimos días, algunas explicaciones bastante pintorescas, las cuales suelen coincidir en que Roth ha extraviado la fe en sí mismo por culpa del amaneramiento, por huir de la realidad concreta y cotidiana de su entorno, donde con tanta pericia se desenvolvía, para enclaustrarse en mundos ficticios, realidades imaginarias y alguna parábola inverosímil sobre la sociedad americana de hace una década (“La conjura contra América” [2004], en la que un presidente antisemita se empeña en ejercer de tal. (No lo había escrito hasta ahora porque parecía innecesario: Philp Roth es judío y en la mayoría de sus obras esta circunstancia opera como elemento central, y en otras como fuerza en segundo plano del argumento y desarrollo de la narración). Pero esta explicación nos describe el efecto de la incomodidad en que parece encontrarse el autor. Recurrir a la seguridad de lo impostado, lo artificioso que acaba siendo amanerado y molesto para quien conoce la auténtica voz narradora de Roth, no es la causa de su declive como escritor, sino la consecuencia del mismo. Del motivo verdadero seguimos sin saber nada.
Por otra parte, achacar a Philip Roth el haber perdido la potencia serena de su dictado “por culpa” de una inconfesada deserción de la realidad próxima, situando sus novelas en coordenadas de acción/tiempo inconcretas, no deja de ser un diagnóstico interesado y cargado de cierto reproche entre lo ético y lo canónico, como una especie de historia ejemplar: “Fíjense ustedes hasta qué extremos de claudicación puede llevar a un escritor sobresaliente el abandono de la línea correcta, es decir: el escrupuloso realismo”. Si este reproche viene además formulado por un escritor español, el asunto adquiere dimensiones aporísticas, de una arbitrariedad como agazapada y en atisbo del tropezón ajeno para alzar el dedo y clamar aquello de “ya lo decía yo”. Seamos coherentes en esto. Dejando aparte a cuatro novelistas que me parecen más que notables (los enumero: Vila-Matas, Justo Navarro, Javier García Sánchez y Antonio Soler), no conozco a ningún autor español que escriba para adultos, que tenga éxito y que no ambiente por lo general sus novelas en épocas muy pasadas, la guerra civil como referencia fundamental aunque no única, pues ahí están los superventas en “novela histórica”. O autores que no busquen impulsivamente el amparo de la literatura de género, sea la novela negra, el thriller psicológico, el costumbrismo, la fantasía neogótica o la pintorescamente mimosona "literatura de mujeres". Si descreer del realismo equivale a perder el oremus literario, entonces la novelística española de los últimos treinta años padece un desnortamiento clamoroso.
Habrá quien argumente que escribir sobre un pasado tan vivo como la guerra civil no significa renunciar al realismo, dado que el conflicto en sí, la sociedad nacida tras el mismo y las consecuencias de todo ello marcan de manera casi definitiva el latir de nuestro presente. Pero es que esa idea tan bondadosamente extendida entre nuestros autores de novela apareja dos previos actos de fe, los cuales no estoy muy dispuesto a realizar. El primero: que las condiciones y parámetros históricos descritos en dichas novelas sean en verdad “realistas” y no una reconstrucción buenista, sesgada e inverosímil de lo que fueron las circunstancias objetivas del fratricidio, con todas sus luces y sus sombras y la sangre salpicando por todas partes. A todos. El segundo acto de fe: que se está intentando hacer literatura y no predicando ideología, es decir, falsa conciencia, con intenciones meramente comerciales (o a saber qué otras, aunque ese asunto me importa lo mismo que la letra del himno de Pakistán).
Definitivamente, no creo que Philip Roth haya perdido el don de lo literario igual que aquel entrañable personaje de “Amanece que no es poco” había perdido los dones para la agricultura. Sí estoy convencido de que tras muchísimos años de arrojar piedras al mar, y de comprobar que el cambio de registro anunciado en “La conjura contra América” no iba a dar resultado, entre otros motivos porque ni esa es su manera de expresarse ni esos son los ámbitos naturales de su literatura, ha decidido echarse a un lado, agotado por el esfuerzo y quizás desanimado por la capacidad acelerativa y el imparable progreso de las miserias que emborronan el “espíritu de los tiempos” en los Estados Unidos, un avance de la estupidez y el fanatismo al estilo "tierra quemada" contra el que ha luchado durante toda su vida. Quien haya leído “La mancha humana” sabe perfectamente de lo que hablo.
Philip Roth no es un escritor de día de fiesta sino de diario, de los que concienzudamente han trabajado sobre la materia prima de una realidad inmediata cada vez más desoladora y con intención de incidir en dicha realidad e intentar transformar las conciencias para, al menos, frenar el apogeo de las dos fuerzas devastadoras que, en sólida alianza, arramblan hoy día con todo lo que se les ponga por delante: la complacencia en la simplicidad (la grosería, la brutalidad, la ignorancia satisfecha, la estabulación en masa de los esclavos felices del sistema), y la crueldad espiritual impuesta por los nuevos inquisidores y la policía del pensamiento. En una nación donde el cuento de los tres cerditos no puede contarse en multitud de escuelas porque los alumnos musulmanes podrían sentirse ofendidos, escribir novelas como “La mancha humana” y dar latigazos al viento es casi lo mismo.
Para terminar, algún artículo he leído en el que se reprocha a Philp Roth haber inventado en “La conjura contra América” un gobierno, unas leyes y una sociedad lacerantemente antisemitas cuando esas lacras de la discriminación y la injusticia eran padecidas realmente por la población de raza negra. El argumento resulta de una candidez casi encomiable. La literatura no vive en un mundo de judíos, negros y blancos. Sobrevive en los ámbitos de la cultura, los cuales, desde hace mucho tiempo y bajo la mirada benevolente de la nomenclatura intelectual, están siendo arrasados por esa especie de infumable credo universal que es la llamada “multiculturalidad”. Y el elemento más activo, más corrosivo y galopante de esa morralla “kultural” hunde sus raíces en el folclore urbano más inurbano de las aglomeraciones mestizas y negras. Cuando se detenga la violenta tosquedad de esas músicas, esas maneras, esos valores desquiciados en la épica del suburbio, la cultura del rap extremo y el spray para marcar paredes y territorios, la educación en “tolerancia” bajo mínimos que apenas alcanzan el nivel de retraso mental, la estética de los calzoncillos al aire, los pantalones a la altura de las ingles y la testa encapuchada, me desdeciré de lo anterior.
Ante todo eso, Philp Roth ha dicho “No cuenten más conmigo”. Esto último no es más que una conjetura, claro está. Pero puestos a urdir suposiciones, me parece más plausible que cualquiera de las antes señaladas.
Por cierto, he utilizado en este artículo las expresiones “raza negra”, “mestiza” y similares. Si a alguien le apeteciera reconocer en ellas expresiones racistas y xenófobas le diré de antemano que, por mi parte, muy honrado. Tan honrado como honrado y negro es el profesor protagonista de “La mancha humana”. Tan blanco por fuera, tan desgraciado por todas partes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.