A las diez de la mañana ha venido el cartero (que es una cartera), y me ha entregado un sobre con las papeletas electorales. A las once estaba en la oficina de correos. Cinco minutos más tarde, un amable funcionario postal expedía el resguardo del certificado. “Bueno, ya ha votado usted”, me ha dicho con cierta solemnidad, constituyéndose en fedatario administrativo de un hecho que debe de considerar relevante. Me ha sonado su voz a ese rotundo “¡Vota!” con que los presidentes de mesa, en jornadas electorales al uso, confirman el depósito de la papeleta en la urna. Lo dicen siempre con acentos triunfales, como si el hecho y su ratificación significaran un rotundo éxito de la democracia y el afán participativo, una clara reivindicación de juiciosa ciudadanía ante la abulia, la descreencia en el sistema y el peor de todos los fantasmas: la abstención.
Por eso me gusta votar por correo, entre otras razones. No me siento partícipe obligado en ninguna “jornada histórica” para la democracia española, me ahorro el importante bodrio de una campaña electoral y la memez esa de la “jornada de reflexión”; y encima soy consciente de que mi voto no sirve para nada. Los votos por correo se contabilizan los últimos, de modo que cuando suben a la estadística ya está todo el pescado vendido; y además, es probable que me lo adjudiquen a algún “resto” de otro partido. Fina que es la ley D’hont.
Se preguntará usted para qué leches voy entonces a votar a la oficina de correos. Pues ya lo he explicado antes. Yo estaba en casa, tan calentito en la cama (y muy bien acompañado, por cierto), cuando ha llamado el cartero, que es una cartera. Dos veces ha llamado, mientras yo me ponía las pantuflas y me rascaba la coronilla para ir espabilando, pasillo adelante. Y me ha hecho entrega de las papeletas.
No iba a hacerle ese feo.
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