Si hablamos de realismo mágico, la primera referencia es el estilo. Tierra de bárbaros, sin caer en barroquismos, alambicamientos ni artificios, exhibe una prosa rica, frondosa, bullente en expresiones y vocabulario mestizo, en un magma indiferenciado donde el puro español se transmuta felizmente en ese otro idioma que el autor, en ámbitos más privados, denomina argeñol: el idioma de la América hispana, por donde transitan con toda naturalidad vocablos y expresiones propias del más vetusto y venerable castellano junto con los procedentes del habla coloquial en los distintos segmentos sociales, los términos indígenas, los africanismos, los barbarismos de toda procedencia. No es casualidad que la protagonista de la novela (si es que cabe hablar de protagonistas en esta “novela río”), se llame Dorothy. A fin de cuentas, el finalismo británico es parte irrenunciable del alma argentina, la cual Dorothy encarna con sobrada dignidad a lo largo de la narración.
El argumento, igualmente, nos remite a la naturaleza dual de los fenómenos manifestados al ser humano: realidad y magia. O lo maravilloso de la realidad si se prefiere. Por una parte, nos encontramos con la pugna histórica, definitoria del siglo XIX argentino, entre los belicosos caudillos federalistas y los opulentos unitaristas. Una lucha despiadada, a veces tintada de excesiva crueldad, como en el episodio del asesinato de Quiroga, que no acabará de decantarse hasta mucho tiempo después y que mermará de forma notable las posibilidades que Argentina tuvo, en sus “buenos malos tiempos”, de convertirse en la gran potencia americana, cuando Buenos Aires competía con Nueva York por ser el gran puerto atlántico, la gran urbe continental; ese tiempo en que la nación argentina, ubérrima de recursos y nutrida por una inmigración extraordinariamente caudalosa, anhelaba ser… lo que nunca llegó a ser. Esa truncada pasión argentina ha dado ocasión a numerosas y a menudo muy brillantes obras literarias, como la que se comenta.
Por otra parte, en íntima ligazón con los sucesos históricos (objetivos, reales), se desarrolla ese mundo evocador, pleno de simbolismo, incierto y atractivo de la magia cotidiana de lo real, cuando esa misma realidad pasa por el tamiz y la mirada de las muchachas, hijas y esposas de la buena sociedad bonaerense, las cuales, ajenas a los cataclismos políticos que asolan y enfrentan a sus familias, comentan desde su particular y tonante, melódico punto vista, los acontecimientos públicos. Esa charla de media tarde, bajo el calor sofocante de un verano déspota, deviene en mezcla encantadora, muy femenina en el buen sentido del término; un brillante mosaico donde se entreveran sentimientos con razonamientos, intuiciones con certezas, acontecimientos privados (la esterilidad del matrimonio de Dorothy siempre en primer plano), con eventos públicos de primera magnitud; y todos y cada uno de estos elementos tiene, para las contertulias, la misma prevalencia: partículas de un todo que es la vida fluyendo impetuosa y ante la que ellas, casi siempre, asisten como deslumbradas espectadoras.
Hay una “vuelta de tuerca” sin embargo a esta visión amplia de lo real expresada en lenguaje literario. Sinceramente creo (quizás ande muy errado, se acepta el riesgo), que Norberto Luis Romero ha intentado (desde mi criterio con éxito), conjugar dos veneros opuestos en el ámbito de la literatura que pretende abarcar hacia lo metareal: el realismo mágico y el surrealismo, en la medida que este último nutría gran parte de sus fuentes de inspiración a partir del psicoanálisis. La simbología “fuerte” de Tierra de bárbaros, arranca con la visión de un soberbio tigre, escapado de un circo, y se cierra con la misma imagen. Encontramos en el camino, a modo de ejemplo ilustrativo, la infecundidad de Dorothy, el deambular de religiosos y santeras, prostitutas y damas de moral granítica, monjas castradas con brutales cinturones de castidad, sacerdotes arrasados por la sensualidad de la tierra, y el colofón de este marasmo perfecto de emociones imperfectas: la fiesta de la momia, con su resultado de colectiva gravidez que afecta a mujeres habitantes “del otro lado” de lo real. Por ese motivo, los embarazos no prosperarán, no nacerán más niñas (nunca niños, espléndida y sutil la permanente alusión al “eterno femenino” en la novela); y de la misma manera que Argentina no llegará a culminarse como país hegemónico, las gentes y la vida que la habitan quedarán en la misma, deslustrada posición del majestuoso tigre fugitivo: amagando su poder, exhibiendo en vano su belleza. Una soberbia fuerza inaplicada que dará como resultado (así la historia lo demuestra), el propio destino de aquel país y, en suma, de Iberoamérica: el sobrecogedor escenario de un aterrador vacío.
No sé si esta era una de las intenciones, puede que la principal, del autor al escribir Tierra de bárbaros. Al menos, así ha leído la novela quien estas líneas firma. Y así la cuento. El que quiera saber más, ya sabe: a la librería. Seguro que no se arrepiente.
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