Ya está aquí, y todo el mundo se entera de un modo u otro; y la vive (con satisfacción o a su pesar), porque las fechas son literalmente insoslayables. Si alguien decidiera pasar unas navidades completamente al margen del escenario, sin contaminación ambiental, tendría que esconderse en casa, no ver TV ni poner la radio ni conectarse a internet, no responder al teléfono y no abrir la puerta. La navidad es lo que tiene, esa virtud líquida de penetrar por todos los resquicios de lo cotidiano hasta que nos agota, igual que un niño se harta de polvorones o los mayores de sidra El Gaitero y anís Del Mono. Nos atiborra pero nos gusta hasta el empacho.
A mí, de la navidad, lo que más me llama la atención es el frío que hace. Muchísimo. Hemos pasado unos días en Valencia y hacía un frío de congelarse el Pardalot del mercado. De regreso, en Sevilla cae una pelona de las de llevar gorro de la lana en casa. Leen bien, en Sevilla. En el milenario pueblo donde habito, con sus casitas de ladrillo y muros de papel, orientadas radicalmente al norte o al sur para que no dé el sol ni media hora al año, cuando llegan estas fechas un servidor tirita abrumado por la convicción de que el frío se irá cuando quiera, pero no hay más remedio que aventurarse pasillo adelante, hasta el helor sin misericordia de la toilette, cada vez que la naturaleza se imponga; y entre una meada y otra no cabe un invierno.
Hay gente que se pone melancólica, otros se pimplan unas cuantas veces, otros dan la tabarra con el carrusel de felicitaciones (el móvil y los sms, perverso invento para estos días), y otros directamente se deprimen, que es lo suyo. La felicidad y fraternidad a fecha fija no concuerdan del todo con el anhelo siempre legítimo, casi nunca razonable, de ser felices de verdad. Y si el gozo navideño como quintaesencia de la alegría de vivir adquiere su altura sublime en la fachada embombillada del Carrefour, ya me dirán ustedes...
Otra cosa, la última que no entiendo de la navidad, es por qué nos dividen en tres grupos básicos de consumidores: niños para los juguetes, ilusionados padres de familia para compras de perecederos en grandes superficies, y jovenzuelos estilizados y un poco salidos para los anuncios de perfumes; y encima hablando en francés, un idioma muy respetable pero poco navideño. Y las cosas que se dicen susurrando orgásmicos: “Tresor”, “Egoïste”, “Obsesión”. Por Dios, no sabe uno a qué carta quedarse: si vestirse de Papá Noel y entretener a los sobrinos con un concierto de eructos o emplear dos tardes en ponerse al día, urgentemente, en la escena de la cocina de El cartero siempre llama dos veces (versión 1981, please).
Total, que todo esto me parece muy lioso, qué quieren que les diga. Y además, con el frío que hace no están las neuronas para mucha divagación. De tal modo, a quienes les guste recibir felicitaciones navideñas, por la presente quedo cumplido. A los que no, dejen sin efecto estas líneas. Y todos tan contentos. Y con tanto frío.
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