Eso quiere decir que algo serio va a suceder.
Las lentejas, por ejemplo.
El sabio griego descubrió que si se alimentaba a un hombre exclusivamente con lentejas, el individuo no moría. Era probable que acabase de lentejas hasta las uñas de los pies, pero no moría. De cuya consecuencia, el sabio griego estableció que en la lenteja se condensaban todos los nutrientes básicos para la vida del ser humano, y por extensión hacia la categórica exigencia de lo “humano”, debía hallarse igualmente, en la lenteja, el soplo primigenio del alma. Razón por la cual, en muy abundante simbología clásica, la lenteja representa al alma y es alimento sacro. Creo que también por ese motivo en Italia se comen doce lentejas en nochebuena, en vez de doce uvas.
Y los egipcios, que alimentaban con lentejas a los esclavos que construían las pirámides. Un alimento sagrado para quienes hacían un trabajo sagrado.
De manera que los esclavos de El Majadal también se alimentan con lentejas. Pero no caigamos en la foto deprimente de posguerra. Los habitantes de El Majadal no son esclavos de nadie, más que de ellos mismos. Y bastante tienen. Obedecen la ley improfanable de la supervivencia, y por eso mismo no tienen más remedio que actuar como rehenes de su condición. Algunos consiguen acomodarse al duro destino y otros, como Fabián, no acaban de poner los pies en la tierra sin que les duela el alma cuando miran al cielo. Ni pertenecen a El Majadal ni a este mundo (aquel mundo), donde la España de los dos bandos se transcendió a sí misma en la pura realidad de una guerra civil y sus fatídicas consecuencias, porque las guerras acaban y, entonces, suele descubrir el común de las gentes que ya no tienen bando. En realidad, no lo han tenido nunca. “Los suyos” nunca van a llegar. “Los suyos” nunca han existido.
Corolario.
En toda guerra civil hay tres bandos. Los que luchan de un lado, los que luchan de otro y los que luchan por no morir a manos de un bando u otro. Suelen ser los más numerosos. La supervivencia la tienen más o menos clara (no asegurada ni mucho menos), mientras dura la guerra. Cuando acaban de discursear los fusiles y los agujeros de las tapias de fusilar empiezan a echar moho, sobrevivir ya es cuestión más delicada. Aunque surgen problemas con algunos órganos vestigiales como el apéndice, puede que el cuerpo no muera (a fin de cuentas está alimentado con lentejas); pero el alma se cae a pedazos. Se pudre. En tales circunstancias, salir de ese mundo para ir en busca del propio no-sentido de la vida se convierte en un camino corto pero tajante: al monte de los olivos.
Todo esto lo cuenta Juan Villa Díaz en Los almajos. La novela dura 89 páginas solamente, pero usted no va a olvidarse de que ha leído una obra maestra en 89 meses por lo menos. Eso es seguro, casi tan seguro como que si durante esos 89 meses se alimenta en exclusiva de lentejas, no morirá. Al menos no morirá de hambre. De otra cosa, Dios sabe...
Las lentejas, por ejemplo.
El sabio griego descubrió que si se alimentaba a un hombre exclusivamente con lentejas, el individuo no moría. Era probable que acabase de lentejas hasta las uñas de los pies, pero no moría. De cuya consecuencia, el sabio griego estableció que en la lenteja se condensaban todos los nutrientes básicos para la vida del ser humano, y por extensión hacia la categórica exigencia de lo “humano”, debía hallarse igualmente, en la lenteja, el soplo primigenio del alma. Razón por la cual, en muy abundante simbología clásica, la lenteja representa al alma y es alimento sacro. Creo que también por ese motivo en Italia se comen doce lentejas en nochebuena, en vez de doce uvas.
Y los egipcios, que alimentaban con lentejas a los esclavos que construían las pirámides. Un alimento sagrado para quienes hacían un trabajo sagrado.
De manera que los esclavos de El Majadal también se alimentan con lentejas. Pero no caigamos en la foto deprimente de posguerra. Los habitantes de El Majadal no son esclavos de nadie, más que de ellos mismos. Y bastante tienen. Obedecen la ley improfanable de la supervivencia, y por eso mismo no tienen más remedio que actuar como rehenes de su condición. Algunos consiguen acomodarse al duro destino y otros, como Fabián, no acaban de poner los pies en la tierra sin que les duela el alma cuando miran al cielo. Ni pertenecen a El Majadal ni a este mundo (aquel mundo), donde la España de los dos bandos se transcendió a sí misma en la pura realidad de una guerra civil y sus fatídicas consecuencias, porque las guerras acaban y, entonces, suele descubrir el común de las gentes que ya no tienen bando. En realidad, no lo han tenido nunca. “Los suyos” nunca van a llegar. “Los suyos” nunca han existido.
Corolario.
En toda guerra civil hay tres bandos. Los que luchan de un lado, los que luchan de otro y los que luchan por no morir a manos de un bando u otro. Suelen ser los más numerosos. La supervivencia la tienen más o menos clara (no asegurada ni mucho menos), mientras dura la guerra. Cuando acaban de discursear los fusiles y los agujeros de las tapias de fusilar empiezan a echar moho, sobrevivir ya es cuestión más delicada. Aunque surgen problemas con algunos órganos vestigiales como el apéndice, puede que el cuerpo no muera (a fin de cuentas está alimentado con lentejas); pero el alma se cae a pedazos. Se pudre. En tales circunstancias, salir de ese mundo para ir en busca del propio no-sentido de la vida se convierte en un camino corto pero tajante: al monte de los olivos.
Todo esto lo cuenta Juan Villa Díaz en Los almajos. La novela dura 89 páginas solamente, pero usted no va a olvidarse de que ha leído una obra maestra en 89 meses por lo menos. Eso es seguro, casi tan seguro como que si durante esos 89 meses se alimenta en exclusiva de lentejas, no morirá. Al menos no morirá de hambre. De otra cosa, Dios sabe...
Juan Villa...narrador de raigambre ya en nuestras letras andaluzas nos brinda de nuevo una novela de entorno almonteño con raigambre en una época de nuestra historia española , la guerra civil, y sus bandos tan disidentes como amenazantes.
ResponderEliminarUna aldea, El Majadal y unos supervivientes a ese recuerdo tan ensombrecedor como anquilosante...la guerra y su supervivencia más allá del tiempo; pero la obra no es una narración de recuerdos, hay que explorar más allá y ver en el personaje de Fabián al que rompe los esquemas de toda vida, al que no encuentra un sitio posible en el mundo convencional, al que, a pesar de todo lo vivido, le asusta el dar un paso adelante para defender su propio destino, su lugar en el mundo, su razón de ser y no es capaz de afrontar "el día de su boda"...la gran metáfora de la vida misma...
Es una novela diferente, con la riqueza de vocabulario a que nos tiene acostumbrados su autor y con su forma peculiar de contar con esa necesaria vuelta al pasado y su decidida forma de vida en la aldea del Rocío que traspasa los límites del tiempo; vemos, a pesar de todo, que las ideas poco han cambiado...Pero ahora la introspección ha ganado en su forma de contar y observamos un estilo más filosófico, más existencialista que nos ayuda a ver el drama de muchos que conocen su destino trágico que urde en los entresijos del alma.
La novela cautiva porque nos acerca a la debilidad humana y su sentir más hondo.
Una vez más Juan Villa retrata fielmente un cuadro social que ahora es visto a través de la introspectiva de unos personajes que saben estar acomodados en una sociedad y algún otro que es el contrapunto necesario para mantener la excepción.
Profundo relato a pesar de su entorno tan contradicho. (Carmen Ortega)