Demostrado empíricamente. No sé si la divinidad habita en vagos ámbitos celestiales, se licua unificada hasta el último átomo de la realidad sentiente (manifestada o no), o vive opípara y pomposa en cada uno de nuestros espíritus como partícula elemental, personalizada, del todo indiferenciado en el que laten omnímodos la razón del ser y la potestad de la conciencia. Ni lo sé ni ahora mismo importa mucho.
Lo que sí sé, con casi plena seguridad, es que una realidad no determinada por las cualidades de lo divino sería incapaz de generar, de ninguna de las maneras, el flan de chocolate con el que Sonia ha bendecido hoy el desayuno. Si la experiencia sensorial transciende hasta lo místico y el apabullante sabor de un dulce nos hace pensar en la inmortalidad de las almas (el alma de quien ofrece el postre, el alma de quien lo gusta), será por algo, digo yo. No han evolucionado el sentimiento, las emociones y la sabiduría humanas hasta el punto exacto del flan de chocolate para nada, en vano. La posibilidad de rehacer el universo a partir de muestras mínimas, más bien gloriosas, de sabor intraducible a otros términos que no contengan lo ultramundano como esencia, es la sexta vía que Tomás de Aquino no investigó, para su desgracia. Seguramente, porque en sus tiempos la repostería apenas estaba inventada.
Si Santo Tomás hubiese llegado a sospechar que Dios habita en las últimas partículas de caramelo y chocolate que glorifican un molde casero, se habría ahorrado muchas páginas de árida metafísica. Con salir al mundo flan en mano y provisto de cucharas para la degustación, habría convencido al vulgo y al clero, a los príncipes y reyes de este mundo de que, efectivamente, Dios existe.
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