miércoles, 16 de marzo de 2011

Octavio Paz - El blog de Arnas


José Vicente Pascual González – Blogs

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Miguel Arnas Coronado - 16/03/2011
El blog de Arnas

Me vais a permitir, amigos, que, contraviniendo las más elementales normas protectoras de los derechos de autor, y arriesgándome a la inquisitorial persecución de la SGAE (de la que me beneficio pues percibo de CEDRO, entidad pareja a la anterior, derechos reprográficos; aunque entregaría esos beneficios y veinte veces más con tal de lograr veinte veces más lectores de los que tengo), reproduzca aquí un fragmento de un artículo de Octavio Paz, publicado en 1963 en el diario Excelsior e incluido en su libro Puertas al campo, de editorial Seix Barral. Es clarificador de los fenómenos que están maltratando hoy el mundo del arte, entendiendo como tal tanto las plásticas como la literatura y la música. Cuarenta y ocho años de antigüedad tiene el artículo y sigue siendo de la más rabiosa actualidad. Apliquémoslo al mundo de la música pop y veremos cómo está pintiparado. ¿Habéis reparado en que ya no hay músicos sino que todos son cantantes?, ¿no os ha llamado la atención el hecho de que el mayor halago que suele hacerse al nuevo disco de fulano o de mengana es que “significa un salto cualitativo y de estilo en su producción”, cuando pensándolo bien no suele ser otra cosa que más de lo mismo? Pues, ¿y si hablamos de poesía? Clara Janés es, a no dudarlo, mucho mejor poeta que Luis García Montero o Antonio Gala; lo mismo que Gamoneda, sólo que el leonés tuvo su momento de grandes ventas cuando le dieron el Cervantes, con toda la movida mediática que aquel premio significó. Sin embargo, ¿el beneficio por sus libros, o el volumen de ventas, que es lo mismo, equivale en unos casos o en otros? El montaje publicitario de unos es infinitamente mayor, y el precio, el Sacrosanto Precio (léase beneficio, fama), referente de cualquier transacción, del tipo que sea, que hoy se haga, es lo que guía al consumidor (llámesele así, y no lector de poesía, porque el nombre se le ajusta más) para adquirir y leer unos y no otros.
Por no hablar de otro fenómeno del que Paz habla veladamente pero que hoy vuelve a ser tan veraz como el peligro que los terremotos significan para centrales nucleares y represas hidroeléctricas: la censura, o la autocensura, que viene a ser lo mismo (durante el franquismo funcionó más esta última, o al menos con más eficacia, que la primera). ¿Quién osa traspasar los Santos Límites de la Corrección Política (o santas límitas de la correcciona política)?, ¿quién es capaz de jugar con su sueldo criticando a quien le concede sinecura?
Ahí van estas palabras del maestro Octavio Paz, siempre lúcidas, que nos hacen pensar si la iglesia no seguirá teniendo el mismo poder demoledor, aunque su sede ya no esté en el Vaticano sino en el Santo Mercado, en el Consagrado Beneficio, en el Venerable Precio.
«Olvidaba que el rasgo distinto de la situación actual no es la imitación -fenómeno de todas las épocas- sino la mutilación de las obras y los artistas. Esta operación, más simple que la enajenación ideológica y el autoengaño nacionalista, es anónima: no es el Estado ni el partido, sino un ser sin cabeza, sin nombre y sin sexo, el que corta, despedaza, recose, empaca, y distribuye los objetos artísticos. El proceso es circular como, según Raimundo Lulio, es “la pena en el infierno”: un movimiento sin sentido y condenado a repetirse indefinidamente. La pintura ha sido siempre, al menos desde el Renacimiento, un producto que se vende. La diferencia entre el proceso de producción de ayer y de hoy puede condensarse en esta frase: del taller a la fábrica. En el pasado era frecuente que un maestro, incapaz de satisfacer a toda su clientela, confiase a sus discípulos y ayudantes una parte de la ejecución de sus obras: cinco, diez o más pintores dedicados a pitar como un solo pintor. Hoy el proceso se ha invertido; comisionado por una galería, un artista produce un sinnúmero de cuadros y cambia, cada tres o cuatro años, de manera: un pintor dedicado a pintar como cien pintores. No sé si así gane más dinero el artista; sé que la pintura se empobrece. No es ésta la única mutilación. La noción de valía se convierte en la de precio. Al juicio de los entendidos, que nunca fue justo pero que era humano, se substituye ahora la etiqueta: tener éxito. El cliente y el mecenas antiguo han desaparecido: el comprador es el público anónimo, este o aquel rico de Texas o de Singapur, el museo de Lyon o el de Irapuato. El verdadero amo se llama mercado. No tiene rostro y su marca o tatuaje es el precio.
El nacionalismo y el arte didáctico socialista son enfermedades de la imaginación y, en el sentido recto de la palabra, son enajenaciones. El mercado suprime a la imaginación : es la muerte del espíritu. El mecenas obtuso o inteligente, el burgués sensible o grosero, el Estado, el Partido y la Iglesia eran, y son, patrones difíciles y que no siempre han mostrado buen gusto. El mercado no tiene ni siquiera mal gusto. Es impersonal; es un mecanismo que transforma en objetos a las obras y a los objetos en valores de cambio: los cuadros son acciones, cheques al portador. Los Estados y las Iglesias exigían que el artista sirviese a su causa y legislaban sobre su moral, su estética y sus intenciones. Sabían que las obras humanas poseen un significado y que, por eso, podían perforar todas las ortodoxias.  Para el mercado las obras sólo tienen precio y, así, no impone ninguna estética , ninguna moral. El mercado no tiene principios; tampoco preferencias: acepta todas las obras, todos los estilos. No se trata de una imposición. El mercado no tiene voluntad: es un proceso ciego, cuya esencia es la circulación de objetos que el precio vuelve homogéneos. En virtud del principio que lo mueve, el mercado suprime automáticamente toda significación: lo que define a las obras no es lo que dicen sino lo que cuestan. Por la circulación -nunca fue más expresiva esta palabra- se transforman las obras, que son los signos de los hombres (sus preguntas, sus afirmaciones, sus dudas y negaciones), en cosas no significantes. La anulación de la voluntad de significar hace del artista un ser insignificante. Leo en Le Monde un artículo sobre una exposición de César, un escultor de indudable talento. Dice el crítico: “Este artista representa uno de los momentos más asombrosos del arte moderno: el momento en que el automóvil Mercedes, convertido por César en un metro cúbico de chatarra, obtuvo el mismo precio de un Mercedes recién salido de la fábrica”. El precio es la significación.»

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