Entrevista al escritor cubano Félix Sánchez, ganador de la pasada edición del premio iberoamericano de cuento Julio Cortázar (2010) con su relato “Los confines de la muerte”
por Alberto Dolz
Félix Sánchez tiene por lema un consejo de Rainer María Rilke: «Si puedes vivir sin escribir, no escribas». Desde la adolescencia, para suerte de lectores, no ha hecho otra cosa que olvidarse de la recomendación del poeta austriaco. «El escritor vive escribiendo», dice Sánchez, nacido en 1955 en Ceballos, un pueblo del centro este cubano que cultiva las naranjas mejor paladeadas que en Europa o Japón.
Cuando entró en el ejército, a los dieciséis años de edad, ya tenía armada una noveleta sobre un grumete que escapaba en un barco salido de Glasgow. En las noches libre de guardias, escribía sin parar y en un par de años, entre 1971 y 1973, ya como maestro de soldados, atestó de historias, esbozos y apuntes una caja de libretas escolares que luego olvidó sobre un camión que arrancó de repente.
«En el ejército escribía en una reunión, en un lugar donde me paraba, a veces reparaba en un elemento trivial, pero que podía ser la chispa para un cuento», recuerda el autor días después de haber ganado el premio iberoamericano de cuento Julio Cortázar 2010 por “Los confines de la muerte”.
Para Sánchez cualquier circunstancia puede ser material literario.
«En los veinticinco años que estuve en el ejército —y creo que fui un buen militar, llegué al grado de mayor—, nunca escribir fue un conflicto que me alejara de mis responsabilidades. Hacía muchos borradores, tomaba nota de lo que me parecía interesante, ese es el sentido de la vida de un escritor, que es una entrega total, y es alguien que como una esponja está listo siempre para captar lo que mañana puede terminar en un cuento».
La presteza al escribir hizo de Sánchez un autor sin rituales, ni manías, que a veces escribe «un cuento de un tirón y me agoto».
Alguien podría compararlo con un pistolero literario con una puntería excelente que no ha perdido el tiempo en blancos sin importancia. Así el palmarés cubre sus méritos.
Para no abrumar sólo algunos: En cuento, La llave pública (1991, Premio Roque Dalton), Bifurcaciones (1997, Premio Regino Boti), Cielo doblado(2000, Premio Santiago), Memorias de la posguerra (2003, Premio Eliseo Diego), y las novelas Juegos de diciembre (2000, Premio Emilio Ballagas), La estación perpetua (Premio Juan Clemente Zenea) y Zugzwang (Premio UNEAC 2004); además del poemario Poemas para armar(1992); y los libros para niños Cascabeles (poesía, 1985), Caballito (poesía, 1991) y Lagri (novela, 2002, Premio Eliseo Diego).
Este año, Las ruedas de la fortuna obtuvo el Premio de Narrativa Guillermo Vidal, además del citado Cortázar, «el más importante de mi carrera», destaca el escritor.
Sánchez apuesta por ser un observador participante, que gusta de la ironía, el absurdo y la sátira como rasgos o envolturas propios de la realidad más vulgar y cotidiana.
«El propio Cortázar fue un maestro en eso, no escribió cuentos puramente fantásticos, sino que iba más allá y trató de demostrar que los elementos de la fantasía están presentes en la realidad. Es un modo de asumir la literatura que a mí siempre me ha interesado».
Y fiel a su preceptiva —«no hay que temer que la realidad puede ofrecernos una literatura chata, el desafío está en tratar de hacer una literatura que tenga valor artístico»—, el escritor no se toma vacaciones intelectuales.
Se la pasa escrutando día a día su entorno y redactando primero en la memoria los personajes, las situaciones, el tono de la historia. Luego se sienta ante el ordenador, en el que ocurre el proceso de escritura y reescritura.
«A veces crees que tenías todo resuelto, y te das cuenta que el lenguaje es artificial, que no es creíble la historia y por tanto, hay que reescribirla».
A su padre, Félix Sánchez debe su oficio de escritor. Fue un hombre que intentó salir de la pobreza comprando un cine a plazos y trabajando como mecánico de automóviles. Fracasó, pero sus siestas y sus noches siempre fueron precedidas por las lecturas y eso fue, de cierta manera, un modelo a imitar.
En su casa de techo de guano, sin televisor, el niño absorbió la colección de Selecciones y como contrapeso, devoró clásicos como Poe, Stevenson y Dickens.
«Mi padre se hizo especialista en cine de aquellos años, era una enciclopedia, escribía décimas en una libreta, era igualmente aficionado a la fotografía, tenía álbumes, conocía de música cubana gracias a una victrola propia, había un acercamiento a la cultura y el arte paralelo a su labor de mecánico», rememora agradecido.
Luego, ya en el ejército, un oficial lo sorprendió escondido en una oficina escribiendo a lápiz en una libreta y en vez de un regaño, como era de esperar, le pasó La guerra tuvo seis nombres, de Eduardo Heras, «“léelo sin enseñárselo a los jefes porque es un libro que está prohibido”, y me encantó aquello», repasa.
Ese mismo oficial lo llevó de la mano a los talleres literarios, en los que halló a escritores como Roberto Manzano que le indicaron errores y le infundaron seguridad. El camino estaba hecho. Félix Sánchez nunca dudó en recorrerlo.
Tomado de Cubanow
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