viernes, 31 de diciembre de 2010

Valle Inclán - Darío Villanueva

José Vicente Pascual González - Blogs

El Faro de Vigo - 31/12/2010

ELENA OCAMPO - VIGO El cuerpo narrativo entero de Valle-Inclán, editado en dos volúmenes por Espasa, ha sido reunido al cuidado del catedrático Darío Villanueva, que destaca que el autor arousano de Luces de Bohemia está "mucho más vivo" que otros coetáneos como Unamuno. El académico, que se quedó a las puertas de ser director de la RAE hace apenas quince días, continúa ejerciendo como secretario de la RAE. 
–¿Coincide la edición con alguna efeméride?
–La próxima víspera de Reyes se cumplen 75 años de la muerte de Ramón [María del Valle-Inclán] en Santiago de Compostela. Espasa publica en dos tomos toda la narrativa de Valle-Inclán y a mí se me ha encargado una introducción extensa, en la que reivindico un tratamiento distinto del autor.
–Pide un trato de corte más internacional.
–Creo que hay que contrastarlo con las grandes figuras de la literatura europea y americana de la época, no circunscribirlo exclusivamente a la generación del 98. De hecho, Pedro Salinas lo denominó "hijo pródigo del 98". No encaja demasiado con la generación del 98, aunque por fecha de nacimiento pertenece. A Valle hay que compararlo con los grandes renovadores de la literatura del primer tercio del siglo XX; del modernismo internacional, no el hispano-americano de Rubén Darío, que también influyó. Es en el Modernisme en Europa y EE UU, donde están las principales figuras de la literatura contemporánea: James Joyce, el norteamericano William Faulkner, Herman Hesse o Thomas Man en Alemania, Aldous Huxley y Virginia Woolf en Inglaterra, el propio Frank Kafka... Donde yo quiero ver a Valle. Y estudiarlo en ese contexto.
–Usted dice que sigue vivo.
– Si comparamos la vigencia de la narrativa de Valle con otros del 98, está mucho más vivo, más vigente. Solo Baroja resiste un poco la comparación. Es fácil de explicar, porque era un adelantado a su época. En el caso de la narrativa, es extraordinariamente ágil y moderna. 
–¿Por qué es tan difícil la puesta en escena de sus obras?
–Lo fue en su momento. El horizonte del público se quedaba muy atrás de las propuestas dramáticas de Valle-Inclán. El teatro en los años 20 y 30 era el del decorado y los actos, un teatro burgués muy convencional y decimonónico. Ni Valle se entendía bien, ya que declaraba cosas atroces en contra, ni había promotores lo suficientemente arriesgados. Sin embargo, hoy está en el repertorio del teatro internacional. El tiempo ha acercado al público al teatro de Valle. Recuerdo que las Comedias Bárbaras en Teatro le Colline, en Francia fue un auténtico do de pecho de teatro europeo del momento. Es cierto que es costoso y con múltiples personajes. 
–¿En qué se ha traduce que fuese un visionario?
–Fue uno de los escritores que más rápido entendió lo que significaba el cine como forma de comunicación contemporánea y utilizó recursos para la narrativa y el teatro. Por eso, su narrativa no es ajena al nuevo público, más formado en imagen. También tuvo más relación con la prensa, en su visita al frente de Verdún en la primera guerra mundial. Fue comisionado por Prensa Latina y el diario El Imparcial. Sus entrevistas contienen un pensamiento político contradictorio; más el de un artista que el de un filósofo. 
–Se graba en Santiago un documental de Valle, también con motivo del 75 aniversario de su muerte, ¿cree que la obra es suficientemente conocida en Galicia?
–Yo no creo que la fama de un escritor se pueda circunscribir a una zona. No sería capaz de valorar la acogida de Valle en Galicia, mido su dimensión es internacional. También porque ambienta sus obras en Méjico o Italia. Y su obra Tirano Banderas es una de las novelas de dictador cuya temática que ha llegado hasta La fiesta del chivo, de Vargas Llosa. 
–Pero habla de Galicia. 
–Como ocurre en Irlanda con James Joyce. Hay paralelismos impresionantes, según he publicado: ambos emigraron de su territorio natal, pero siempre estuvo presente y fueron periféricos en relación al idioma en el que crearon su obra. Joyce con el irlandés con respecto al inglés y Valle con el gallego con respecto al castellano.
–¿Quién sería Valle si viviese hoy o a qué se dedicaría?
–Haciendo un ejercicio de futurismo retrospectivo, quiero pensar que sería lo mismo que fue: un autor que cultivaría la narrativa, el teatro y la poesía. Pero me parece que el talento de Valle, se pondría más al servicio del audiovisual televisivo y cinematográfico, porque el interés que él mostró ya desde los años diez por el cine, que definió como el teatro de los sentidos. Y se pondría más al servicio de las nuevas tecnologías.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Isabel Allende

José Vicente Pascual González - Blogs

spanish.peopledaily.com - 30/12/2010




Entregan Premio Nacional de Literatura a chilena Isabel Allende

El gobierno chileno entregó el día 29 el Premio Nacional de Literatura a la escritora Isabel Allende.

Se trata de la cuarta mujer que recibe este premio desde que se creó en 1942.

Es la escritora chilena más reconocida en el extranjero, ya que sus libros se han traducido a más de 35 idiomas y ha recibido más de 50 premios literarios.

Al recibir el galardón, la escritora expresó que "junto con agradecerle a Chile este reconocimiento, quiero darle las gracias a los espíritus que me cuentan sus historias para que yo pueda escribirlas".

El gobierno entregó también los premios nacionales de Ciencias Naturales, Ciencias Aplicadas y Tecnológicas, Historia, Artes Musicales, en una ceremonia presidida por el presidente Sebastián Piñera y el ministro de Educación Joaquín Lavín.

La primera en recibir su premio fue Mary Therese Kalin, quien nació en New Plyamouth, Nueva Zelanda, y desde 1978 está radicada en Chile.

Recibió el premio en Ciencias Naturales por sus trabajos en botánica, destacando su participación en la fundación de la Sociedad Botánica de Chile y en la presidencia de la Red Latinoamericana de Botánica.

Su conocimiento de la naturaleza chilena le ha servido para desarrollar una activa defensa del patrimonio natural de Chile, tanto que en sus palabras de agradecimiento expresó que "así como en Chile se cuida y valora el metal rojo, también hay que cuidar el metal verde chileno, que es otro de sus tesoros".

Juan Carlos Castilla fue premiado en Ciencias Aplicadas y Tecnológicas por su trabajo en las áreas de explotación y manejo de los recursos bentónicos en Chile, y el diseño e impulso para la creación de una red mixta de áreas marinas protegidas y de manejo a lo largo del territorio chileno.

En 2008, fundó el Centro Internacional del Cambio Global (CSIC-España y PUC- Chile), que actualmente agrupa a investigadores españoles y chilenos, y ha sido asesor en Medio Ambiente de organismos estatales chilenos e internacionales.

El tercer galardonado fue Bernardino Bravo Lira en Historia, por su aporte en el área de la Historia del Derecho, siendo profesor de universidades en Chile, Alemania, Austria, y ha sido aceptado como miembro correspondiente de las Academias de Historia de España, Colombia, Brasil y México.

Carmen Luisa Letelier recibió el Premio en Artes Musicales. Cantante solista y profesora de la Universidad de Chile, ha desarrollado una vasta y brillante trayectoria que le ha permitido abarcar diversos géneros musicales y aproximarse a distintos públicos.

Desde 1995 es Miembro de Número de la Academia Chilena de Bellas Artes.

Luego de entregar los premios, el presidente Piñera dijo que "somos los chilenos los que debemos darles las gracias, porque ustedes, desde sus respectivas disciplinas, están embelleciendo el alma de nuestro país".(Xinhua)
30/12/2010

lunes, 27 de diciembre de 2010

James Patterson

José Vicente Pascual González - Blogs

IDEAL, 27/12/2010




«Es el autor al que no se puede perder. Es la factoría de 'best sellers' más magnífica del mundo». Así se refería la revista norteamericana 'Time' al escritor James Patterson. ¿Pero quién es el tal James Patterson? Parece un auténtico desconocido, pero lo cierto es que novelistas mundialmente famosos de la talla de Stephen King, Dan Brown, John Grisham, la vampiresca Stephenie Meyer o la mágica J. K. Rowling están bajo su sombra, puesto que encabeza la lista de los escritores mejor pagados del mundo. La prestigiosa revista 'Time' realizó su habitual índice basándose en los ingresos por ventas de libros, derechos de películas, televisión y otros ingresos desde principios de junio de 2009 hasta la misma fecha del 2010.
Pocas referencias hay sobre la vida personal de Patterson en el todo poderoso universo virtual. Se le conoce sobre todo por los ingresos de sus superventas: sólo en el último año, sus obras le han reportado unos 55 millones de euros, lo que le ha convertido en el indiscutible rey del 'best seller'. Un éxito que nunca ha conseguido en España, aunque se hayan editado novelas como 'El 4 de julio', 'Perseguidos' y 'El lobo de Siberia'.
Colaboradores
Patterson es una especie de fábrica de novelas que cuenta con varios coautores fijos y publica una decena de 'thrillers' anuales. «Si escribo con un colaborador, él suele hacer una primera versión de la historia y yo la desarrollo», explicó el autor neoyorquino a la revista 'Time'. El rey Midas de las letras ha firmado un contrato de 78,8 millones de euros para escribir 17 libros hasta finales de 2012, al ritmo de uno cada tres meses.
Con más de un centenar de libros publicados, los últimos 16 han sido números uno en las listas de 'best sellers'. Una cifra que apunta a Patterson como el indiscutible maestro del 'thriller'. De su serie policiaca 'Alex Cross', la más famosa, se han vendido más de sesenta millones de ejemplares en todo el mundo, y ha dado lugar a adaptaciones cinematográficas como 'El coleccionista de amantes', con Morgan Freeman en el papel de Cross.
A sus 63 años no sólo tiene éxitos en ventas sino también en préstamos de libros, puesto que es el autor más leído en las bibliotecas de Reino Unido, con un millón y medio en un año. «No me interesa en absoluto pasar a la posteridad», argumenta, «sólo deseo que la gente lea mucho mis libros».
Su estilo
Se sabe que dejó el mundo de la publicidad para volcarse de lleno en la literatura policiaca. Y no le ha ido mal. El 'autor del pueblo' -así le llaman- tiene muy presente cómo vender sus novelas: «Me dirijo a todos los lectores, ricos y pobres, universitarios o de estudios primarios», justifica. Tal vez su éxito radica en su estilo basado en pocas descripciones, mucho diálogo y capítulos cortos. «Así consigo una gran fuerza narrativa. Intento que la literatura escrita se parezca a la oral. Las descripciones no me interesan, creo que aburren y no aportan nada. Lo verdaderamente sustancial es que la acción avance y los perfiles de los personajes se vayan desarrollando».
En los últimos cuatro años, una de cada 17 novelas compradas en Estados Unidos llevaba su firma. En 2007, sus ventas fueron de 16 millones de libros en el país norteamericano, pero la cifra en el negocio literario mundial sorprende aún más: 140 millones de ejemplares, de los que 60 pertenecen a la colección de 'Alex Cross'.
Stephen King describió, en una ocasión, la obra de Patterson como «'thrillers' tontos», y le calificó como «un terrible escritor con una prosa que apesta». Ante esto, el aludido respondió: «Yo no soy un prosista. Soy un contador de historias. Hay miles de personas a las que no les gusta lo que hago, pero afortunadamente hay millones a las que sí les gusta». Por eso es el escritor más vendido.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Superman: Secret Origins

José Vicente Pascual González - Blogs

elseptimoarte.net - 23/12/2010


Al igual que está ocurriendo con la última entrega de 'Batman' los rumores acerca de en torno a qué girará la nueva historia de 'Superman' no dejan de sucederse.
El último, y que está sonando con bastante fuerza, lo ha provocado el guionista de ésta última adaptación, David Goyer, gracias al prólogo que ha realizado para "Superman: Secret Origins" novela gráfica escrita por Geoff Johns. Se que todos estáis expectantes, así que para no andarnos con rodeos vamos directamente al quid de la cuestión, a las palabras del propio Goyer:
"Mientras escribo esto, estoy en medio de mi primer proyecto de un nuevo guión de Superman. Es una tarea que ha frustrado a muchos cineastas con talento en los años transcurridos desde la película de Donner. Y por lo que sé, va a terminar frustrándome a mí también. Pero tengo una ventaja que los guionistas que vinieron antes de mí no tenían: el acceso a todas las maravillosas historias de Superman escritas por Geoff Johns contenidas en "Superman: Secret Origins"impresas en el volumen que usted ahora sostiene".

¿Y qué es exactamente lo que ha escrito Geoff Johns para que Goyer ande tan convencido de su éxito? Pues un Superman destrozado al enterarse de quién es en realidad. En el primer capítulo de la novela se le ve corriendo en la noche, tropezando a través de los campos de maíz. Al encontrarse con Jonathan, su padre adoptivo, Clark le confiesa entre lágricas: "No quiero ser otra persona. No quiero ser diferente. Yo quiero ser Clark Kent. Quiero ser tu hijo".
Desde luego que como comienzo de la saga promete. Y así lo ha entendido Goyer: "Geoff contextualiza Superman de una manera que no estoy seguro que haya sido hecha antes. Tuve una experiencia de..."¡exacto!" cuando lo leí. Por primera vez tuve la oportunidad de comprender cuán solitaria debe haber sido la infancia de Clark cuando estaba creciendo. Y que debe estar haciendo un sacrificio continuo para ser Superman".
Con todos estos halagos es normal que se hayan disparado los rumores acerca de que éste será el punto de partida y argumento principal de la versión que David está escribiendo para Zack Snyder.
Como siempre, seguro que hay quien se queda más tranquilo si ve algún indicio "real" en todo esto para creérselo, así que aquí va: Snyder aseguró que el General Zod no aparecería en su película. ¿Adivinan quién tampoco está en la novela de Geoff Johns?...

domingo, 19 de diciembre de 2010

Premio Sant Jordi de novela

José Vicente Pascual González - Blogs

La República.com


Jaisy Izquierdo |
El novelista uruguayo Daniel Chavarría cosechó el Premio Nacional de Literatura 2010 de Cuba, transformándose en el primer autor extranjero en obtener la importante distinción.
Chavarría, quien se autodefine como un "escritor cubano nacido en Uruguay" y está radicado desde 1969 en la isla caribeña, también ganó este año el Premio Bartolomé Hidalgo en la categoría narrativa, por su novela "Las viudas de sangre".
Según se anunció, el lauro le será entregado el 11 de febrero de 2011, como parte del programa de actividades de la XX Feria Internacional del Libro de La Habana.
Por "la deslumbrante riqueza imaginativa y de lenguaje que caracteriza la vasta obra narrativa de Daniel Chavarría, obra que, además, ha sido capital en la renovación de la novela policial en el ámbito hispanoamericano", el jurado presidido por el escritor Ambrosio Fornet, decidió otorgar el Premio Nacional de Literatura 2010 al autor de aclamados libros como "Joy, adiós muchachos", "El ojo de Cibeles", "El rojo en la pluma del loro" y "Una pica en Flandes".
Chavarría, quien se autodefine como un "escritor cubano nacido en Uruguay" está radicado desde más de cuarenta años en Cuba,
En su patria de adopción, el talentoso narrador ha desarrollado su carrera como escritor, aunque también se ha desempeñado exitosamente como traductor de literatura alemana para el Instituto Cubano del Libro, y profesor de latín, griego y literatura clásica en la Universidad de La Habana. Además ha incursionado como guionista en el cine ("Plaff o demasiado miedo a la vida") y la televisión ("La frontera del deber"), y en el 2009 publicó su libro de memorias "Y el mundo sigue andando".
El lauro más importante de las letras cubanas le será entregado en ceremonia pública prevista para el 11 de febrero de 2011, como parte del programa de actividades de la XX Feria Internacional del Libro de La Habana.
Se trata, sin dudas, de una relevante distinción que, por primera vez, es obtenida por un escritor no nacido en Cuba, lo que revaloriza la dimensión del galardón.
Chavarría, que este año cosechó el Premio Bartolomé Hidalgo en la categoría narrativa que otorga la Cámara Uruguaya del Libro, es apreciado y respetado como un cubano más.
El galardón conferido al autor confirma el momento de auge de las letras uruguayas, con una producción que sorprende por su cantidad y su calidad, pese a su pequeño mercado interno.
Daniel Chavarría ha desarrollado una tan fecunda como prolongada carrera literario, que lo ha transformado en una de las voces más potentes de las letras uruguayas y de la producción latinoamericana.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Premio Felipe Trigo de narrativa

José Vicente Pascual González - Blogs

ABC - 17/12/2010




Villanueva de la Serena (Badajoz), 16 dic (EFE).- El presidente de la Junta de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, asistirá mañana viernes, día 17, en Villanueva de la Serena a la velada cultural en la que se fallará la XXX edición del Premio Literario "Felipe Trigo".
Según ha informado hoy la organización, el acto tendrá lugar a partir de las 21:00 horas en un hotel local y ejercerá como presidente del jurado el escritor Jesús Sánchez Adalid.
Cuatro novelas y siete narraciones cortas son las obras finalistas de este certamen, que cuenta con un premio de 20.000 euros para la novela ganadora y de 6.500 euros para el relato corto ganador.
Los finalistas en la modalidad de Novela son "Mi hermosa Ruanda", bajo el lema "Amanecer"; "Las huellas de las mariposas", sin lema; "El hombre que corría", de "El tinieblo"; y "Hora y media en Manhattan", de Barahona de Soto.
En cuanto a la de Narración Corta las finalistas son "La promesa", con el lema "Maneras de amar"; "Bach o la lluvia tardía", de "Juana de Cusa"; "La Travesía", de "María Celeste"; "La maté porque no era mía", de "Otelo 2.0"; "Arrugas en la memoria", de "Némirosky"; "Cerezas", de "Enrico Radelassi"; y "La variable humana", de "Hal Incadenza".
Este acto pone fin a la semana cultural Felipe Trigo, que comenzó el día 13 con diferentes actividades en conmemoración de la trigésima edición del premio literario.
Como preámbulo al fallo de mañana, a las 20:30 horas hoy en la Casa de Cultura se entregarán los premios de la pasada edición del "Felipe Trigo", correspondientes a "La maldición de los Haushofer", de Eduardo Elías, en Novela; y "Ni diez kilómetros de maternidad", de Mariano Catoni, en Narración corta. EFE 1010108

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Juan Eduardo Zúñiga

José Vicente Pascual González - Blogs

ABC - 15/12/2010


Eterno retorno nietzschiano a la literatura española de un clásico, Juan Eduardo Zúñiga. «Brillan monedas oxidadas» (Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores) atesora quince relatos que giran en torno al conflicto del ser humano con su medio, hablan de la intimidad y de los estados de ánimo, y declinan la voz entrecortada de la historia. Todos los personajes se rebelan frente a su destino. La fuerza del vendaval narrativo de Juan Eduardo Zúñiga agita las cortinas rasgadas como un gran pájaro hitchcockiano, proponiendo el simbólico significado de los espacios cerrados y opresivos en los que anidan la codicia, el miedo y el poder que limitan la pretensión humana de libertad y realización personal. De repente, en uno de esos grandes relatos, una joven repartidora de pizzas cruza la noche madrileña en su potente moto y, como Lady Godiva, se despoja de su ropa en un sueño de libertad. Zúñiga busca en medio del infierno lo que no es averno. Desde su bosque nevado, el hombre que edificó una obra capital sobre la literatura rusa a partir de una tríada emblemática —Pushkin, Turguéniev y Chéjov—, descubre la soledad de quienes ocultan una doble vida, y también la degradación de la pobreza, visible en un relato que narra la incierta vida de un joven al que la sociedad ya ha condenado a una existencia sin amparo. Finalmente, el autor fija un lema, «Sus vidas eran demasiado iguales...», que esconde la frustración de expectativas muy intensas, ya sea en el amor o bien la venganza, y la ambición de que la «poesía exprese los anhelos más íntimos y hermosos», suspira J.E.Z.
Algunos personajes de Zúñiga son reales, pero brillan en sombras de ficción oxidadas. A Juan Eduardo Zúñiga le interesó el anunciado viaje de Franz Kafka a Madrid, y sobre él describe la posible relación con su tío, que sí vivía en Madrid y era un alto cargo de los ferrocarriles españoles. Disfruten con estos quince joyas literarias, «un libro sorprendente escritor por un autor pleno de juventud y energía», como lo esculpió Gustavo Martín Garzo. Zúñiga reunía, en la sede de Círculo de Lectores, a muchos de sus devotos y amigos, como Luis Mateo Díez, convocados a la realidad más secreta de un sublime menú. A J.E.Z. le gustaría ser «un buen chef de literatura».

lunes, 13 de diciembre de 2010

Javier Cercas

José Vicente Pascual González - Blogs
IDEAL - 13/12/2010



La novela 'Anatomía de un instante', que le valió el Premio Nacional de Narrativa a Javier Cercas, fue ayer la premisa sobre la que partió la charla entre el escritor y Jordi Gracia, crítico literario y catedrático de Literatura Española de la Universidad de Barcelona. Ambos participaron en un encuentro literario moderado por el profesor de la UAL, Antonio Orejudo, en el marco de las III Jornadas de Novela Moderna y Contemporánea.
El libro habla de la reacción al golpe de Estado del 23-F, sobre el cual, Javier Cercas apuntó que «casi no hay documentación al respecto, excepto las propias imágenes que hemos visto tantas veces en televisión», haciendo referencia a la grabación de 35 minutos sobre el asalto al Congreso de los Diputados.
En este sentido, el escritor añadió que «los historiadores españoles han decidido que como no hay documentación, no es historiable».
Para Cercas, el resultado de esta evidencia es que «todo el mundo puede decir lo que quiera sobre el 23-F y el suceso ha quedado en el limbo de los periodistas».
'Anatomía de un instante' es vista desde países como Italia o Francia «como un relato de la democracia en España», explica su autor, a lo que añade que «es el último gesto épico de la historia de España, en el fondo, es una historia feliz que salió bien».
Javier Cercas advirtió que quedan pocos enigmas en torno al 23-F «pero siguen existiendo zonas de sombra». Ante este hecho, Antonio Orejudo comentó que «se está produciendo un fenómeno curioso donde la historia empieza a narrada por escritores de ficción».
Los tres escritos debatieron a raíz del último libro de Cercas sobre el proceso de creación literaria.
En palabras del escritor cacereño de origen aunque afincado en Girona, «felizmente, aún no hemos explotado todas las posibilidades de la novela, aunque siempre se hable de la muerte de la misma».
También hizo alusión a que cuando se empieza a escribir un libro «existe todo un proceso de averiguación» y, en esa línea, explicó que, desde su perspectiva, «la misión del escritor es buscar la forma que corresponde al fondo. Cuando empezamos un libro hay todo un proceso de averiguación detrás».
Añadió que el «el escritor experimental siempre busca la fórmula apropiada y eso es lo que yo he hecho en 'Anatomía de un instante'».
El autor decidió prescindir por completo de la ficción en el proceso de escritura de su libro «pero aún así seguirán existiendo muchas leyendas sobre el 23-F», dijo.
Tras acabar sus intervenciones, los invitados extendieron el debate a una sala abarrotada de seguidores y personas interesadas en la literatura que pudieron aportar sus sensaciones sobre el libro de Javier Cercas y plantearle cuestiones.
Durante la tarde de ayer, el también escritor Juan Villoro mantuvo un diálogo literario con Eduardo Becerra en la conferencia 'La voz narrativa'.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Premios literarios Ciudad de Valencia

José Vicente Pascual González - Blogs


Valencia, 10 dic (EFE).- El Ayuntamiento de Valencia ha convocado la vigésimo octava edición de los premios literarios "Ciutat de Valencia", que este año estarán dotados con 12.000 euros en la modalidad de narrativa y 8.000 euros en la de poesía.
Según informa el consistorio en una nota de prensa, las obras narrativas, que deberán estar escritas en castellano, optarán al premio "Vicente Blasco Ibáñez", mientras que las piezas poéticas, escritas en valenciano, competirán por el premio "Roïç de Corella".
Los interesados podrán presentar novelas, cuentos o memorias en castellano con una extensión de más de 150 páginas, o bien obras poéticas escritas en valenciano con una extensión de más de 400 versos.
Estos galardones los convoca anualmente el Ayuntamiento de Valencia para reivindicar a "grandes figuras" de la literatura valenciana, que dan nombre a las diferentes modalidades, y reconocer la creatividad de los autores.
Según las bases de este certamen literario, que se pueden consultar en la página web municipal y en el servicio de Acción Cultural de la Concejalía de Cultura, el plazo de presentación permanecerá abierto hasta el viernes 31 de enero de 2011.
Las obras deberán ser originales e inéditas y deberán entregarse cinco ejemplares, haciendo constar en la cubierta el nombre del autor, su domicilio y su teléfono. EFE

jueves, 9 de diciembre de 2010

Antonio Gómez Rufo

José Vicente Pascual González - Blogs

Diario Siglo XXI.com

Antonio Gómez Rufo (Madrid, 1954) necesita poca presentación. Su trayectoria como escritor, gestor cultural y guionista es más que conocida. Novelas como ‘Los mares del miedo’, ‘La leyenda del falso traidor’, ‘Balada triste en Madrid’, ‘La noche del tamarindo’; guiones para las películas ‘Todos a la cárcel’ y ‘París-Tombuctú’ y para la serie ‘Blasco Ibañez, la novela de su vida’, escritos conjuntamente con Luis García Berlanga, recientemente fallecido; y galardones literarios como el Premio Fernando Lara por ‘El secreto del rey cautivo’ o el Ducal de Loeches por ‘El señor de Cheshire’ le avalan sobradamente. Y ha sido precisamente ahora, después de más de cinco lustros dándole a la tecla, cuando un grupo de catedráticos de universidad han decidido realizar un estudio, detenido y pormenorizado, sobre tres de sus obras anteriores, ‘Las lágrimas de Henan’, ‘El alma de los peces’ y ‘Adiós a los hombres’, reuniéndolas en un solo volumen titulado ‘El manantial de los silencios’, editado por Alfaqueque Ediciones. 




Herme Cerezo / SIGLO XXI

Antonio, ¿por qué reeditar ahora estas novelas?

La idea parte de unos estudios realizados sobre mi trayectoria literaria, en los que coincidían tres obras que presentaban una unidad, tanto en su aspecto formal como en el fondo. Fernando Fernández Villa, de Alfaqueque Ediciones, me propuso publicarlas y, como son títulos descatalogados e inencontrables, me pareció una buena oportunidad de ponerlos nuevamente en circulación y acepté.

¿Quién ha realizado la selección?

Las novelas las han escogido los catedráticos cuyos estudios prologan el volumen. Son obras en las que el lirismo con el que están escritas suaviza su fuerte contenido y en las que muchos personajes responden más con sus silencios que con sus palabras, es decir, callan más que hablan, lo que es una forma de involucrar al lector en su lectura. Precisamente de ahí viene el título, que me parece redondo.

De haber partido de ti la idea, ¿habrías escogido estos mismos libros?

No lo sé, probablemente sean mis tres novelas más líricas...Quizá también hubiera incluido en este paquete ‘Crónica de nadie’, otra novela desaparecida, pero no estoy seguro.

‘El manantial de los silencios’ parece dirigida mayoritariamente hacia un público universitario.

Me gustó mucho la idea de que el libro fuese dirigido principalmente a ámbitos académicos, porque es una manera de estar presente en los departamentos de Filología. Pero aún me alegró más el hecho de la reedición, porque la vida de los libros es efímera, no duran más de seis meses en cualquier librería, y ésta es una forma de resucitarlos. En concreto, ‘Las lágrimas de Henán’, es una novela cuya lectura recomiendan las asociaciones españolas que se dedican a tramitar las adopciones de niños en China.

¿Has releído o retocado las novelas?

No. Hace unos años, una de mis colaboradoras se empeñó en revisarlas e hicimos algunas correcciones. Pero ahora no he modificado nada, porque creo que son novelas que no han envejecido, ya que los temas y la problemática que tocan no han cambiado nada. Al contrario, en algunos casos, el maltrato, la violencia y la falta de comunicación entre hombres y mujeres se han acentuado.

¿Es recomendable leer los textos siguiendo un orden determinado?

No, no es necesario, son obras independientes, es un compendio de tres novelas que no forman una trilogía. Tampoco hay que leerlas por el orden cronológico en que fueron publicadas o por su temática.

Los tres protagonistas tienen en común su carácter de antihéroes.

Siempre es así en toda mi producción literaria. Creo que nos pasa a todos los que estamos comprometidos, de alguna manera, en la vida social y pública y no nos gusta la sociedad que vivimos. Conservamos una rebeldía adolescente, que nos impulsa a enfrentarnos con lo que no nos gusta, ya sea el poder, la muerte, la biología, los miedos o el envejecimiento. Y mis personajes también, aunque terminan perdiendo porque contra las superestructuras siempre se pierde. Pero no me importa, quiero que se ilusionen con la posibilidad de que pueden ganar, aunque tengan que enfrentarse con la tozudez de los hechos y lo que yo llamo la dictadura de las obligaciones cotidianas, que les frustra e imposibilita llegar hasta el triunfo. El poder, en general, está demasiado omnipresente y es capaz de aplastar todas las individualidades. Pero que nadie se quede con la idea de que estas obras son pesimistas, simplemente son realistas.

‘Adios a los hombres’, la tercera novela, se inicia con una cita de Maupassant que dice: "La soledad es peligrosa: cuando estamos solos mucho tiempo, poblamos nuestro espíritu de fantasmas". ¿La literatura es una buena forma de ahuyentar estos fantasmas?

Naturalmente, la literatura es una de las terapias más conseguidas que ha inventado la criatura humana. Escribir es una manera de descargar los grandes problemas que nos afectan constantemente. Otra cosa es que después los problemas continúen. Yo me curé de la muerte de mi padre y de la de Tierno Galván escribiendo un libro. La literatura puede tomarse como entretenimiento o como compromiso, que es la que más me gusta, pero luego está también la literatura que interioriza, que te sube la adrenalina y cura los traumas. Yo no la practico asiduamente, pero lo he hecho alguna vez y me ha venido muy bien.

Vivimos un momento de premios: el Cervantes, el Planeta, el Nobel, ¿continúan siendo un vehículo imprescindible para que los autores den a conocer su obra?

Los premios benefician mucho a las editoriales, pero también ayudan al autor a estar más presente y a dar más visibilidad a su obra anterior. Igual que las ediciones de kiosco o las que regalan los diarios, toda reedición es una forma de sacar de nuevo a la luz el trabajo de un escritor. En este mundo, en el que las noticias se olvidan de un día a otro, salvo el 5 a 0 del Madrid del otro día [risas], que todavía no lo hemos olvidado [más risas], ocurre lo mismo con los libros. Por eso son importantes las reediciones.

Y para despedida, un recuerdo: Luis García Berlanga. Aunque sé que es un tema del que todavía no quieres hablar, porque su muerte está aún muy reciente, tú eras su amigo y escribiste guiones con él, ¿cómo se trabajaba con Berlanga

Trabajar con un amigo era muy divertido, pero como, además, Berlanga era un genio, se trataba de un aprendizaje continuo. Imaginar todas las locuras que se te ocurran, sin límites, y ponerlas en práctica no tiene precio. Nos tiramos tres años trabajando todos los días desde las once de la mañana hasta seis de la tarde. Pero no todo era trabajo, hablábamos de muchas otras cosas: de fútbol, de chicas, de las noticias del periódico ... Los guiones que hacíamos sólo eran el esqueleto, porque durante la filmación y el montaje, Luis lo cambiaba todo. Los diálogos, por ejemplo, los improvisaban los actores que gozaban de enorme libertad. Al final, aunque la idea era la misma, la película resultante no se parecía en nada a lo que habíamos escrito Berlanga, Azcona o yo mismo.


martes, 7 de diciembre de 2010

Mario Vargas Llosa - Premio Nobel - Discurso

José Vicente Pascual González - Blogs

Discurso de aceptación del premio Nobel de literatura
Mario Vargas Llosa
7/12/2010



Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma –la escritura y la estructura– lo que engrandece o empobrece los temas.
Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.
Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos –aunque nunca llegaremos a alcanzarla– a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy –que trato de ser– fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, aOctavio Paz, CortázarGarcía Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman “las raíces”, mis vínculos con mi propio país –lo que tampoco tendría mucha importancia–, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si –el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan– el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de “todas las sangres”. No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo–, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño –la llamábamos el Barrio Alegre–, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: “Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”.
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida.
La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. “Escribir es una manera de vivir”, dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas –rayos, truenos, gruñidos de las fieras–, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.