Demostrado empíricamente. No sé si la divinidad habita en vagos ámbitos celestiales, se licua unificada hasta el último átomo de la realidad sentiente (manifestada o no), o vive opípara y pomposa en cada uno de nuestros espíritus como partícula elemental, personalizada, del todo indiferenciado en el que laten omnímodos la razón del ser y la potestad de la conciencia. Ni lo sé ni ahora mismo importa mucho.
Lo que sí sé, con casi plena seguridad, es que una realidad no determinada por las cualidades de lo divino sería incapaz de generar, de ninguna de las maneras, el flan de chocolate con el que Sonia ha bendecido hoy el desayuno. Si la experiencia sensorial transciende hasta lo místico y el apabullante sabor de un dulce nos hace pensar en la inmortalidad de las almas (el alma de quien ofrece el postre, el alma de quien lo gusta), será por algo, digo yo. No han evolucionado el sentimiento, las emociones y la sabiduría humanas hasta el punto exacto del flan de chocolate para nada, en vano. La posibilidad de rehacer el universo a partir de muestras mínimas, más bien gloriosas, de sabor intraducible a otros términos que no contengan lo ultramundano como esencia, es la sexta vía que Tomás de Aquino no investigó, para su desgracia. Seguramente, porque en sus tiempos la repostería apenas estaba inventada.
Si Santo Tomás hubiese llegado a sospechar que Dios habita en las últimas partículas de caramelo y chocolate que glorifican un molde casero, se habría ahorrado muchas páginas de árida metafísica. Con salir al mundo flan en mano y provisto de cucharas para la degustación, habría convencido al vulgo y al clero, a los príncipes y reyes de este mundo de que, efectivamente, Dios existe.
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jueves, 31 de mayo de 2012
martes, 29 de mayo de 2012
Apocalíptico estoy (y eso que he comido)
Una detrás de otra. El hundimiento de Bankia ha colocado una vez más la economía española al borde del precipicio. El rescate de esa entidad con cantidades obscenas de dinero público es ya anécdota. Que uno de los consejeros del monipodio se haya autoconcedido una indemnización de catorce millones de euros por abandonar su cargo, resulta un epígrafe más en el largo capítulo de una novelucha barata que podría titularse: “Crónica amenísima del saqueo de España”. Nadie dice nada, nadie levanta la voz en el Congreso, nadie reacciona en el gobierno de “esta gran nación”.
Iba a escribir también que “nadie se indigna”. Pero sí hay indignados, conciencia coral de la crisis (más que crisis, abordaje al Estado y devastación de la sociedad civil). Los indignados tienen voz y voto (en las urnas), pero no alternativa. Casi todas las alternativas posibles (aunque ninguna deseable) son partidos más conocidos que el viejo tango de Discépolo, “Cambalache”. La verdad es que no hay alternativa dentro del actual sistema. Salir a la intemperie en busca de aventuras a cara o cruz, también es idea majadera. Regenerar nuestra democracia (con perdón por lo de “democracia”), no es imposible; sólo es casi imposible.
El movimiento de los indignados, al asumir la representación bulliciosa de una conciencia social alterada y hasta cierto punto beligerante, pero sin señalar modelos concretos y alternativas eficientes, ejerce en la práctica como elemento amortiguador de la crisis global (no sólo económica) que padecemos. La ciudadanía se sabe esquilmada y burlada, mas existe una expresión común del malestar, a modo de compensación moral, y también hay quien asume la función de representar públicamente dicho malestar. Todo muy catártico y muy inútil. La dignidad queda a salvo y nos vemos, entre melancólicos y complacidos, en la de "honra sin barcos". Nos engañan, pero sabemos que nos engañan. Nos toman por imbéciles, pero sabemos que ni somos tontos ni se nos puede tomar el pelo sin que nos demos por aludidos. Lo dijo Winston Churchill en cierta memorable ocasión: “Un caballero sabe perfectamente cuándo está obligado a dejarse engañar”.
Iba a escribir también que “nadie se indigna”. Pero sí hay indignados, conciencia coral de la crisis (más que crisis, abordaje al Estado y devastación de la sociedad civil). Los indignados tienen voz y voto (en las urnas), pero no alternativa. Casi todas las alternativas posibles (aunque ninguna deseable) son partidos más conocidos que el viejo tango de Discépolo, “Cambalache”. La verdad es que no hay alternativa dentro del actual sistema. Salir a la intemperie en busca de aventuras a cara o cruz, también es idea majadera. Regenerar nuestra democracia (con perdón por lo de “democracia”), no es imposible; sólo es casi imposible.
El movimiento de los indignados, al asumir la representación bulliciosa de una conciencia social alterada y hasta cierto punto beligerante, pero sin señalar modelos concretos y alternativas eficientes, ejerce en la práctica como elemento amortiguador de la crisis global (no sólo económica) que padecemos. La ciudadanía se sabe esquilmada y burlada, mas existe una expresión común del malestar, a modo de compensación moral, y también hay quien asume la función de representar públicamente dicho malestar. Todo muy catártico y muy inútil. La dignidad queda a salvo y nos vemos, entre melancólicos y complacidos, en la de "honra sin barcos". Nos engañan, pero sabemos que nos engañan. Nos toman por imbéciles, pero sabemos que ni somos tontos ni se nos puede tomar el pelo sin que nos demos por aludidos. Lo dijo Winston Churchill en cierta memorable ocasión: “Un caballero sabe perfectamente cuándo está obligado a dejarse engañar”.
Sencillamente: les dejamos que hagan lo que quieran porque no queda otro remedio, de momento. Cuando llegue el día en que la situación y sus circunstancias nos obliguen a contemplar la realidad sin el consuelo de las plazas ocupadas por los perros y las flautas, la solución de “a grandes males” no será del gusto de nadie. Sucederá entonces lo de siempre: demasiado tarde para imaginar otra salida. La democracia habrá dejado de tener sentido, definitivamente.
sábado, 26 de mayo de 2012
Granada, Granada...
Sólo hay una cosa peor que un dictador: el iluminado (o el sinvergüenza) convencido de ser dueño de la democracia, con derecho a administrarla conforme a su criterio inapelable. Y los demás que se jodan.
Lo que ha sucedido en Granada, con la aprobación del nuevo reglamento orgánico municipal no es "un golpe de Estado", tal como critican los grupos de la oposición. Ya quisiera más de un integrante del gobierno municipal estar en condiciones de beneficiarse de un auténtico golpe de Estado.
Lo que ha sucedido en Granada es la culminación de un largo proceso de endiosamiento e impunidad. Es un crimen de lesa patria, un delito contra el ordenamiento democrático de nuestra sociedad. Una canallada sólo concebible en mentalidades estragadas por la soberbia, el desprecio a las minorías y la presunción de durabilidad indefinida en el mangoneo de los negocios públicos.
La concejal Mayte Olalla y su partido, UPyD, llevan años insistiendo en que el gran problema que late de fondo en España (y en Granada, claro) no es puramente económico sino, ante todo, político: la degradación de los valores democráticos y su apropiación por elementos que sólo creen en la democracia cuando ésta significa todo lo que ellos ansían: privilegios, poder y dinero.
Puede que a partir de hoy, a la vista de esta felonía, muchos empiecen a tomar en serio la necesidad de la regeneración democrática de nuestra sociedad.
El actual equipo de gobierno municipal de Granada ha dado una muestra brutal de hasta qué extremos de tiranía, desfachatez y ultraje a la voluntad popular pueden llegar nuestros dirigentes políticos.
Lo pagarán en las urnas. A lo mejor, dentro de tres años son ellos quienes tienen dificultades para formar grupo municipal.
Lo que ha sucedido en Granada, con la aprobación del nuevo reglamento orgánico municipal no es "un golpe de Estado", tal como critican los grupos de la oposición. Ya quisiera más de un integrante del gobierno municipal estar en condiciones de beneficiarse de un auténtico golpe de Estado.
Lo que ha sucedido en Granada es la culminación de un largo proceso de endiosamiento e impunidad. Es un crimen de lesa patria, un delito contra el ordenamiento democrático de nuestra sociedad. Una canallada sólo concebible en mentalidades estragadas por la soberbia, el desprecio a las minorías y la presunción de durabilidad indefinida en el mangoneo de los negocios públicos.
La concejal Mayte Olalla y su partido, UPyD, llevan años insistiendo en que el gran problema que late de fondo en España (y en Granada, claro) no es puramente económico sino, ante todo, político: la degradación de los valores democráticos y su apropiación por elementos que sólo creen en la democracia cuando ésta significa todo lo que ellos ansían: privilegios, poder y dinero.
Puede que a partir de hoy, a la vista de esta felonía, muchos empiecen a tomar en serio la necesidad de la regeneración democrática de nuestra sociedad.
El actual equipo de gobierno municipal de Granada ha dado una muestra brutal de hasta qué extremos de tiranía, desfachatez y ultraje a la voluntad popular pueden llegar nuestros dirigentes políticos.
Lo pagarán en las urnas. A lo mejor, dentro de tres años son ellos quienes tienen dificultades para formar grupo municipal.
jueves, 24 de mayo de 2012
¡Habló el castellano!
Total, que voy por la contorna del río paseando al perro y el puñetero perro se pone a hacer en el césped lo mejor que sabe aparte de comer; y estando el animalejo en la maniobra escucho el vozarrón de un gallego hiperbólico, frondoso de habla, desaforado de aspecto y esmeradamente ágil en denuestos propios de este grande reino. Para entendernos: un gallego que parece recién escapado de cualquier libro de Cunqueiro. El cual individuo (notable persona sin duda), lanza al desgaire semejante comentario:
-Los señores de ciudad traen sus perros para que se caguen en este pueblo.
Como estaba de buen humor y súbitamente me he puesto de mal humor, mi respuesta ha sido rápida y, la verdad, demasiado contundente. Avasalladora, sin intención de avasallar a nadie. Aunque, como era de esperar, el hombre ni se ha inmutado mientras soltaba mi discurso. Y al concluir la soflama, me ha contestado con toda su retranca:
-¡Habló el castellano!
La madre que lo parió. Aún estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando qué responderle.
Debería de haber una ley que prohíba a los personajes de Cunqueiro ir sueltos por el mundo, estropeando el rumor de cosquillas en el espíritu con que los dueños de los perros se solazan mientras pasean por la contorna del río. Mientras los perros defecan sobre la acogedora hierba de este grande reino.
-Los señores de ciudad traen sus perros para que se caguen en este pueblo.
Como estaba de buen humor y súbitamente me he puesto de mal humor, mi respuesta ha sido rápida y, la verdad, demasiado contundente. Avasalladora, sin intención de avasallar a nadie. Aunque, como era de esperar, el hombre ni se ha inmutado mientras soltaba mi discurso. Y al concluir la soflama, me ha contestado con toda su retranca:
-¡Habló el castellano!
La madre que lo parió. Aún estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando qué responderle.
Debería de haber una ley que prohíba a los personajes de Cunqueiro ir sueltos por el mundo, estropeando el rumor de cosquillas en el espíritu con que los dueños de los perros se solazan mientras pasean por la contorna del río. Mientras los perros defecan sobre la acogedora hierba de este grande reino.
sábado, 19 de mayo de 2012
Las campanas
Ayer escudé las campanas de la iglesia tocando a muerto. Es la primera vez que suenan (la primera vez que las oigo), desde que vivimos en el extremo noroeste. Recuerdo que hace un montón de años, tantos tantísimos que servidor aún no había cumplido los veinticinco de su edad, llegando a Mondoñedo me impresionó lo pequeño, recoleto y muy sobrio en mármoles de un cementerio a la orilla de la carretera. Se me ocurrió comentar en voz alta: “Qué pequeño y qué bonito!. Uno de mis acompañantes en aquel viaje, paisano de la zona, se ajustó la boina por la parte de la coronilla y respondió: “Es que aquí la gente muere poco”.
Podría ser verdad. Uno está acostumbrado a los cementerios andaluces, inmensos, blanqueando bajo el sol las sepulturas igual que bajo tierra blanquean (digo yo que blanquearán), los huesos de los difuntos. Y estaba acostumbrado al toque de funeral repetido tres o cuatro veces al día desde los solemnes campanarios de Carmona. También puede ser que aquí muera menos gente porque hay menos población. Los cementerios pueden permitirse el lujo de ser mínimos como un jardín familiar. En Andalucía suelen ser enormes, como plazas de toros o campos de fútbol. Sea cual fuere la explicación del portento, una ventaja decisiva encuentro a la parquedad en misas y tañidos de difuntos: precisamente, el valor de la excepción. El concierto en Carmona era diario y desde hace mucho tiempo no prestaba atención al quejido del bronce. Ahora, la música de campanas es algo raro, como raro nos parece morir por el simple motivo de que nunca lo hemos hecho. Tiempo habrá para acostumbrarse al tañido y al silencio.
Podría ser verdad. Uno está acostumbrado a los cementerios andaluces, inmensos, blanqueando bajo el sol las sepulturas igual que bajo tierra blanquean (digo yo que blanquearán), los huesos de los difuntos. Y estaba acostumbrado al toque de funeral repetido tres o cuatro veces al día desde los solemnes campanarios de Carmona. También puede ser que aquí muera menos gente porque hay menos población. Los cementerios pueden permitirse el lujo de ser mínimos como un jardín familiar. En Andalucía suelen ser enormes, como plazas de toros o campos de fútbol. Sea cual fuere la explicación del portento, una ventaja decisiva encuentro a la parquedad en misas y tañidos de difuntos: precisamente, el valor de la excepción. El concierto en Carmona era diario y desde hace mucho tiempo no prestaba atención al quejido del bronce. Ahora, la música de campanas es algo raro, como raro nos parece morir por el simple motivo de que nunca lo hemos hecho. Tiempo habrá para acostumbrarse al tañido y al silencio.
lunes, 14 de mayo de 2012
Diario de invierno
Hay novelistas que se dedican a contarnos su vida en cada nuevo título que publican. Otros lo hacen de golpe. Hay otros incluso (bastante más considerados), que lo hacen por etapas y además tienen la elegancia de separar en la reseña bibliográfica de su obra lo que es ficción de lo que propiamente son “batallitas”. Paul Auster pertenece a esta última clase de autores (La invención de la soledad, A salto de mata...), lo que el lector de Diario de invierno agradece mucho. Desde el primer momento sabemos qué clase de libro tenemos entre manos y desde qué perspectiva nos acercamos a él. Aclaradas las condiciones del acuerdo, el pacto lector/autor que siempre ha de establecerse en un principio para otorgar a la narración los requisitos de verosimilitud necesarios, nos encontraremos en condiciones de disfrutar con estas memorias de un hombre que ha vivido y que a los 64 años de edad declara oficialmente haber entrado en el invierno de su existencia.Lo que más me ha llamado la atención de Diario de invierno es que la novela (autobiografía de los últimos diez años de Auster), a pesar de estar escrita por un autor norteamericano no resulta un compendio obsesivo sobre sexo: el que ha tenido, el que no tuvo, el que quiso tener, el que detestó tener... Ni siquiera hay una referencia demasiado detallada a los consabidos fracasos sentimentales, recurrentes en cualquier allegado del gremio: divorcios, infidelidades, abandonos, etc. Auster se presenta en este sentido como una persona bastante normal, con sus más y sus menos en los años de mocedad (como todo el mundo, vaya), y con la envidiable estabilidad emocional que confieren treinta años de matrimonio (todo un record), con una mujer encantadora, comprensiva y desde luego muy atractiva. Motivos por los que sigue enamorado de ella.
Lo demás en Diario de invierno y en la vida de Auster no es normal. Es divertido, en el sentido en que Cortázar hablaba de ello: “Lo divertido no es lo contrario a lo serio, sino a lo aburrido”; como divertida es, perfecta, mayúscula y demoledora la historia del gran amor de juventud, aquella adolescente bellísima e inalcanzable que tuvo torturado al autor durante años y años. Finalmente, ya casi metido en la treintena, consiguió los favores de la maravillosa dama. Pensó Auster (de ilusión también se vive), que era el inicio de una arrasadora pasión: el gran amor de su vida. Mas hete aquí que a los pocos días de haber yacido con la señorita, nuestro candoroso novelista padeció los rigores extremos de una gonorrea espantosa y, para colmo, unas ágiles ladillas, muy carnívoras y muy voraces. La gran decepción marca su ley y el lector ríe como ríe Auster. La idealizada mujer, la sombra de su deseo, aquella cuya mirada buscaba ansioso en los ojos de todas las hembras que conoció durante años, resultó ser una golfilla promiscua y bastante guarra. Estas cosas, a veces, les suceden a los escritores. A los poetas, casi siempre.
Otro elemento que recorre la novela y que la hace amenísima: la pequeña venganza (no mezquina, pero un poco aviesa), de comprobar lo que uno siempre ha sospechado: Auster es un neurótico de marca mayor. Como dirían en mi barrio: “un maniático con carnet”. A partir de la muerte de su madre, ocurrida cuando Auster había entrado en la cincuentena, la vida del novelista se convierte en un gólgota de crisis de ansiedad, ataques de pánico, accidentes domésticos, desastres automovilísticos, depresiones, períodos estuporosos... Por fortuna, la neurosis hipocondríaca de Auster es productiva. No se comporta como el típico depresivo coñazo sino como una persona lúcida, muy capaz de convertir su experiencia oscura en brillante narración de cómo puede un ser humano trasladarse frenético del abatimiento a la euforia, de la ira a la culpa, del whisky a la resaca, sin convertirse en alguien insoportable para él mismo y para los demás. Al final, redimido por el amor de su esposa y los sólidos vínculos sentimentales de su familia (ya dije que era un tipo bastante normal), encontramos la liberadora aceptación. “He entrado en el invierno de mi vida”, culmina la novela. Y no hay más tragedia. Hay literatura, conocimiento y emoción. Todos los ingredientes obligatorios para un buen libro. Magnífico ejemplo de memorias sin engolamiento ni presuntuosidad. Un hombre normal nos habla de su neurótica normalidad con una prosa espléndida. ¡Y apenas hay sexo! ¿Qué más puede pedirse?
Lo demás en Diario de invierno y en la vida de Auster no es normal. Es divertido, en el sentido en que Cortázar hablaba de ello: “Lo divertido no es lo contrario a lo serio, sino a lo aburrido”; como divertida es, perfecta, mayúscula y demoledora la historia del gran amor de juventud, aquella adolescente bellísima e inalcanzable que tuvo torturado al autor durante años y años. Finalmente, ya casi metido en la treintena, consiguió los favores de la maravillosa dama. Pensó Auster (de ilusión también se vive), que era el inicio de una arrasadora pasión: el gran amor de su vida. Mas hete aquí que a los pocos días de haber yacido con la señorita, nuestro candoroso novelista padeció los rigores extremos de una gonorrea espantosa y, para colmo, unas ágiles ladillas, muy carnívoras y muy voraces. La gran decepción marca su ley y el lector ríe como ríe Auster. La idealizada mujer, la sombra de su deseo, aquella cuya mirada buscaba ansioso en los ojos de todas las hembras que conoció durante años, resultó ser una golfilla promiscua y bastante guarra. Estas cosas, a veces, les suceden a los escritores. A los poetas, casi siempre.
Otro elemento que recorre la novela y que la hace amenísima: la pequeña venganza (no mezquina, pero un poco aviesa), de comprobar lo que uno siempre ha sospechado: Auster es un neurótico de marca mayor. Como dirían en mi barrio: “un maniático con carnet”. A partir de la muerte de su madre, ocurrida cuando Auster había entrado en la cincuentena, la vida del novelista se convierte en un gólgota de crisis de ansiedad, ataques de pánico, accidentes domésticos, desastres automovilísticos, depresiones, períodos estuporosos... Por fortuna, la neurosis hipocondríaca de Auster es productiva. No se comporta como el típico depresivo coñazo sino como una persona lúcida, muy capaz de convertir su experiencia oscura en brillante narración de cómo puede un ser humano trasladarse frenético del abatimiento a la euforia, de la ira a la culpa, del whisky a la resaca, sin convertirse en alguien insoportable para él mismo y para los demás. Al final, redimido por el amor de su esposa y los sólidos vínculos sentimentales de su familia (ya dije que era un tipo bastante normal), encontramos la liberadora aceptación. “He entrado en el invierno de mi vida”, culmina la novela. Y no hay más tragedia. Hay literatura, conocimiento y emoción. Todos los ingredientes obligatorios para un buen libro. Magnífico ejemplo de memorias sin engolamiento ni presuntuosidad. Un hombre normal nos habla de su neurótica normalidad con una prosa espléndida. ¡Y apenas hay sexo! ¿Qué más puede pedirse?
miércoles, 9 de mayo de 2012
O florido pénsil
Hace unos días encontré en el centro cívico de Arteixo un ejemplar de Paraíso, revista de actualidad cultural editada por la Xunta de Galicia. El número corresponde a marzo de 2012. La portada y el reportaje principal de interior están dedicados al estreno en lengua gallega de la adaptación teatral de El florido pensil, obra que todos conocemos igual que a su autor (y a quien no sepa quién es Andrés, ni merece la pena explicárselo ni tampoco enterarle de lo que se pierde).
Han pasado dieciséis años y El florido pensil continua siendo libro de referencia en librerías, estrenándose en los escenarios y marcando el "tono máximo" del género inaugurado por Andrés Sopeña, el cual versaba más o menos sobre la educación durante los años del franquismo. La cantidad de opúsculos, ensayos en tono humorístico, reediciones de libros de texto de la época, rancios manuales de urbanismo y otras joyas bibliográficas de aquellos tiempos fue inmensa. De lo que fue moda ha quedado justamente y solamente la obra inaugural, que es sustancia. Y esa virtud de permanencia tiene una sola explicación: talento.
El ingenio y el sentido de la oportunidad dan para dos o tres semanas en la lista de "más vendidos". El talento es otra cosa. Como diría don Ricardo Gullón: "No es que dure mucho, es que nunca se extingue".
Han pasado dieciséis años y El florido pensil continua siendo libro de referencia en librerías, estrenándose en los escenarios y marcando el "tono máximo" del género inaugurado por Andrés Sopeña, el cual versaba más o menos sobre la educación durante los años del franquismo. La cantidad de opúsculos, ensayos en tono humorístico, reediciones de libros de texto de la época, rancios manuales de urbanismo y otras joyas bibliográficas de aquellos tiempos fue inmensa. De lo que fue moda ha quedado justamente y solamente la obra inaugural, que es sustancia. Y esa virtud de permanencia tiene una sola explicación: talento.
El ingenio y el sentido de la oportunidad dan para dos o tres semanas en la lista de "más vendidos". El talento es otra cosa. Como diría don Ricardo Gullón: "No es que dure mucho, es que nunca se extingue".
viernes, 4 de mayo de 2012
Periodistas... A buenas horas
Ahora que la prensa escrita está herida de muerte por la pujanza de los medios digitales, cuando la profesión periodística se encuentra condenada a la marginalidad laboral o directamente la extinción... Ahora se movilizan.
Hace veinte años, en las redacciones de los periódicos, se apartaba galanamente a redactores "viejos", antiguos empleados con nómina decente, para cubrir su puesto con dos o tres becarios, de los cuales uno lo hacía gratis y los otros por veinte mil pesetas al mes. Los nuevos infraempleados no podían perder aquella magnífica oportunidad de engordar sus currículos, claro. Se empieza de becario/a y se acaba siendo redactor jefe. O se lo pasa uno de maravilla al tiempo que aprende una profesión de futuro, tal como se demostraba en la famosa y pinturera serie de TV protagonizada por José Coronado, Alicia Borrachero y Alex Angulo. ¿La recuerdan? Sí, hombre: se titulaba Periodistas.
Eso sucedía hace veinte años. Y nadie se movilizaba ante aquellos estragos. No era tiempo de movilizaciones sino de hacer méritos y estar atentos a la oportunidad de ascender.
Poco más tarde, los periódicos empezaron a repartirse gratuitamente. ¿De verdad que nadie sospechó nada? ¿Nadie lo vio venir? Aunque, claro... la cultura del "todo gratis" tenía que tocar a la prensa de lleno, de por sí tan popular y económicamente asequible .
Ahora, ya no existe dónde medrar. En el olimpo profesional del periodismo hay un enorme vacío. En esas alturas no queda papel impreso, y en medio del páramo se van instalando unas cuantas publicaciones digitales con más audiencia, medios y eficacia que todos los periódicos de rotativa juntos. (Para los ilusos, el empleo y colaboraciones en medios digitales se pagan a precios de posguerra, por si alguno ha pensado hacer carrera en esos ámbitos).
Ahora, cuando ya no hay nada que exigir ni futuro por el que luchar, salen a la calle clamando su frustración.
Pues se siente, hijos. Haberlo pensado en su día, cuando gracias a vuestras veinte mil pesetas de sueldo (unos 120€ del presente), se mandaba a tomar por culo a periodistas "de toda la vida", quienes disfrutaban el intolerable privilegio de un salario según convenio.
Ahora, es urgente salir a la calle. Justo ahora, sí, cuando ya es demasiado tarde.
Hace veinte años, en las redacciones de los periódicos, se apartaba galanamente a redactores "viejos", antiguos empleados con nómina decente, para cubrir su puesto con dos o tres becarios, de los cuales uno lo hacía gratis y los otros por veinte mil pesetas al mes. Los nuevos infraempleados no podían perder aquella magnífica oportunidad de engordar sus currículos, claro. Se empieza de becario/a y se acaba siendo redactor jefe. O se lo pasa uno de maravilla al tiempo que aprende una profesión de futuro, tal como se demostraba en la famosa y pinturera serie de TV protagonizada por José Coronado, Alicia Borrachero y Alex Angulo. ¿La recuerdan? Sí, hombre: se titulaba Periodistas.
Eso sucedía hace veinte años. Y nadie se movilizaba ante aquellos estragos. No era tiempo de movilizaciones sino de hacer méritos y estar atentos a la oportunidad de ascender.
Poco más tarde, los periódicos empezaron a repartirse gratuitamente. ¿De verdad que nadie sospechó nada? ¿Nadie lo vio venir? Aunque, claro... la cultura del "todo gratis" tenía que tocar a la prensa de lleno, de por sí tan popular y económicamente asequible .
Ahora, ya no existe dónde medrar. En el olimpo profesional del periodismo hay un enorme vacío. En esas alturas no queda papel impreso, y en medio del páramo se van instalando unas cuantas publicaciones digitales con más audiencia, medios y eficacia que todos los periódicos de rotativa juntos. (Para los ilusos, el empleo y colaboraciones en medios digitales se pagan a precios de posguerra, por si alguno ha pensado hacer carrera en esos ámbitos).
Ahora, cuando ya no hay nada que exigir ni futuro por el que luchar, salen a la calle clamando su frustración.
Pues se siente, hijos. Haberlo pensado en su día, cuando gracias a vuestras veinte mil pesetas de sueldo (unos 120€ del presente), se mandaba a tomar por culo a periodistas "de toda la vida", quienes disfrutaban el intolerable privilegio de un salario según convenio.
Ahora, es urgente salir a la calle. Justo ahora, sí, cuando ya es demasiado tarde.
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