Llueve (qué noticia), y parece que los árboles estremecidos por el viento quieren colarse en mi habitación. Para vivir en estos nortes sin sobresalto hay que acatar la evidencia como quien se suma a un pacto de espíritus antiguos. Algo difícil de adivinar y sencillo de asumir: la lluvia y el temblor de los árboles no son paisaje, ni una realidad aparte. Hay que renunciar a algunos prejuicios positivistas, la manzana de Newton y el yo freudiano (por decir algo). Olvidemos todo eso. Aquí, el mundo es así.
Sonia está en Madrid. Voy sigiloso de un cuarto a otro para no quebrar la presunción de casa deshabitada, escenario perfecto para la lluvia. Los periódicos no han dicho nada al respecto, maldición; si fuera sobrino de Joyce no podría escribir: “Los periódicos tenían razón, nieva en toda Irlanda”. Para el caso... El día es perfecto, de soledad entre lluvias e insolentes arboledas.
Quizás aproveche para terminar la novela de Javier R. Portella, El hombre a la intemperie, una historia futurista sobre un porvenir casi tan previsible como la lluvia. El título es provisional, igual que el manuscrito (todos los manuscritos son provisionales, o al menos así debería ser). Lo tomo prestado (el título), para esta entrada del blog. Viene de molde, me parece.
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