El próximo 27, si el tiempo no lo impide, Sonia y yo formalizaremos nuestro matrimonio en León. Por lo visto el trámite es inevitable si quiere uno cambiar de estado civil. Después nos ausentamos por breve temporada. Si alguien quiere algo del Egeo que lo diga, a tiempo está. Más luego habrá otra celebración de boda en la familia, y después recibimos a Manolo, Estefanía y Julio, que estarán un par de semanas en La Coruña.
La mejor forma de organizar los trajines del verano es abandonarse a ellos, lo tengo más que comprobado. Lo demás puede esperar. Como esperará este blog para ser actualizado. Cariño le tengo, y mucho... Pero lo primero es antes que lo segundo.
Hasta septiembre, poco poquito nada nuevo va a entrar en estas páginas. Bien lo siento.
Hala, a disfrutar de la vida.
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miércoles, 11 de julio de 2012
jueves, 5 de julio de 2012
El electricista calistillo
El electricista que birló el Códice Calixtino de la catedral de Santiago guardaba en el garaje de su casa, además de dos o tres libros más, un millón doscientos mil euros. El dato da que pensar. Tengo y he tenido a lo largo de mi vida miles de libros (no un único libro, ni varios libros); pero nunca he tenido y por el camino que llevo nunca tendré un millón doscientos mil euros.
Paradoja secular: la gente "de un sólo libro", suele acumular bastante más dinero y bienes terrenales que la gente de muchos libros. El que no se baja de la Biblia, el Corán, Mein Kampf o El Manifiesto Comunista, por lo general tiene bastante tiempo para dedicarlo a actividades lucrativas y juntar fortuna. El equivocado soy yo, desde luego. Debería haber seguido la tradición familiar y dedicarme a un oficio de luces en vez de volcar mi vida en este negocio de escribir y leer libros. Qué error.
Me lo decía mi abuelo y me lo decía mi padre: "No te fíes de la gente de un solo libro... Prefiere a los de muchos libros". ¿Estarían también equivocados? La incertidumbre me arrebata porque mi abuelo, el padre de mi padre, quien recomendaba recelar de la gente de un solo libro, era electricista. Un hombre extraño, sin duda: en su vida ganó un millón doscientos mil euros ni vio en junto un millón doscientas mil pesetas.
Perro mundo.
Paradoja secular: la gente "de un sólo libro", suele acumular bastante más dinero y bienes terrenales que la gente de muchos libros. El que no se baja de la Biblia, el Corán, Mein Kampf o El Manifiesto Comunista, por lo general tiene bastante tiempo para dedicarlo a actividades lucrativas y juntar fortuna. El equivocado soy yo, desde luego. Debería haber seguido la tradición familiar y dedicarme a un oficio de luces en vez de volcar mi vida en este negocio de escribir y leer libros. Qué error.
Me lo decía mi abuelo y me lo decía mi padre: "No te fíes de la gente de un solo libro... Prefiere a los de muchos libros". ¿Estarían también equivocados? La incertidumbre me arrebata porque mi abuelo, el padre de mi padre, quien recomendaba recelar de la gente de un solo libro, era electricista. Un hombre extraño, sin duda: en su vida ganó un millón doscientos mil euros ni vio en junto un millón doscientas mil pesetas.
Perro mundo.
miércoles, 4 de julio de 2012
Un poema de Antonio Manilla
Bueno, hay días que regalan cosas...
Al cruzar una calle
Como si no existieran
la rutina indeleble, las deudas con la vida,
las tardes infumables, los fracasos comunes,
la muerte y sus vacíos
llenando el corazón.
Deja a un lado todo eso:
las fingidas pasiones, las pasiones vencidas
por los días iguales, la creencia en un mundo
imposible, los años y su herida,
la tristeza sin causa del ocaso.
Cuando la edad te incline a hacer balance,
al cruzar esa calle en la que sentirás
una tranquila predisposición
a ser feliz a toda costa, siempre,
piensa las veces que te ha detenido,
aunque llevases prisa, la luz de la mañana
estrenando las cosas, la rosa que creíste
nacida para ti, o la fugaz visión
-que durará una vida-
del cuerpo hermoso, aún indefinido,
que despertó el deseo.
Son todo lo que tienes.
Su breve intensidad las hace eternas.
Antonio Manilla
365 pájaros tiene el cielo
(Antología)
Antonio López. Gran Vía. |
domingo, 1 de julio de 2012
Sábado, Domingo...
"En tiempos de crisis no hacer mudanza", rezaba Ignacio de Loyola y rezan los jesuitas. Me figuro que no se refieren a las mudanzas de camión y carraca que fulminan de vez en cuando la existencia de los buenos cristianos (y de los malos también). Aunque esas mudanzas de pecado también llevan aparejada su penitencia, sean los tiempos de crisis o de lo que fuera que hubiese antes de la crisis, una época ya olvidada, paraíso perdido al que seguramente nunca regresaremos.
Bueno, al grano, pues de lo que quiero hablar es de la penitencia al cambio de domicilio: la inevitable visita a Ikea. Horror de los horrores. Para empezar, hay una flecha en el suelo que indica permanentemente adónde tienes que ir. Y allá que van, vamos, todo el rebaño. Algunos individuos cargan bolsas amarillas a la espalda, ignoro con qué propósito aunque malicio que para nada bueno. Sigue que sigue la flechita, al fin da uno con lo que quiere comprar. Se detiene. Busca a un empleado de la casa, le manifiesta su propósito de convertirse en dueño de una mesa Höjhrengrum y el tío (perdón, el empleado), en lugar de venderla te da un lápiz y un papel. Cojonudo. En ese mismo instante se adquiere conciencia de que para comprar en Ikea es necesario un cursillo previo de capacitación, convertirse en vendedor, almacenista y transportista de uno mismo. Incluso parece recomendable trabajar un rato de cajero: tú haces la cuenta y tú te la cobras. Gran invento Ikea, el consumo liberado de culpa y excusas, adición pura como el juego solitario del ludópata ante la tragaperras: nadie te vende nada, nadie te cobra nada... Uno mismo es el único responsable de la mesa Höjhrengrum sobre la que ahora reposan la impresora, el teléfono, el módem y unos cuantos cacharros más. Portento: fui yo, lo hice yo y nadie más. Mea culpa y santas pascuas.
Segundo círculo en lo profundo dantesco: encontrar el coche en el párking. Por saber, sabíamos que estaba allí. ¿Pero dónde? Mejor no preguntar a nadie porque, no lo olvidemos: Ikea. Usted mismo. Los guarismos del ascensor (-3, -2, -1, 0, 1), se convierten en el último calvario; arriba, abajo, otra vez arriba de la nada. Y servidor empujando el carro con la mesa Höjhrengrum (lo que se supone que es la mesa Höjhrengrum desmontada y embalada), un salero de diseño que ocupa lo que una urna funeraria, dos velas aromáticas que huelen a frambuesa y vainilla, un perol con tapadera, cubertería de veinticuatro piezas, un cubo de plástico que alguna utilidad tendrá y dos alfombrillas que no me acuerdo para lo que sirven. Las compras ocuparon hora y media, entre dar con el objeto de nuestra necesidad, escribir y cumplimentar correctamente el formulario, buscar en el almacén, viajar hasta la caja y cobrarnos. Dar con el coche fue trabajo distinto y más laborioso, otra hora y media bastante más larga y mucho más angustiosa. Ya me veía como Tom Hanks en La terminal, atrapado en el absurdo y condenado a residir unos cuantos años en el párking de Ikea. Al final, venturosamente, Ignacio de Loyola intercedió por nosotros. Allende la sección P/1-22/A1 estaba el automóvil, tan amarillo como siempre, tan quietecito, como si no hubiese roto un plato en la vida...
Todo lo cual sucedió ayer, sábado. Hoy, domingo, me he despertado a las 12'15. Hacía muchos años que no amanecía a semejantes horas. Creo que voy a esperar otros tantos, calculo que aproximadamente medio siglo, para volver al parking maldito. Y a Ikea. Y a cualquier centro comercial que no se llame, por lo menos, "Ultramarinos Fernández", que esté cerca de casa y se pueda ir andando. Ese lujo, digo bien: an-dan-do. O sea: a pie. O sea caminando. Es decir: sin coche, amarillo o rojo ferrari que fuese.
Bueno, al grano, pues de lo que quiero hablar es de la penitencia al cambio de domicilio: la inevitable visita a Ikea. Horror de los horrores. Para empezar, hay una flecha en el suelo que indica permanentemente adónde tienes que ir. Y allá que van, vamos, todo el rebaño. Algunos individuos cargan bolsas amarillas a la espalda, ignoro con qué propósito aunque malicio que para nada bueno. Sigue que sigue la flechita, al fin da uno con lo que quiere comprar. Se detiene. Busca a un empleado de la casa, le manifiesta su propósito de convertirse en dueño de una mesa Höjhrengrum y el tío (perdón, el empleado), en lugar de venderla te da un lápiz y un papel. Cojonudo. En ese mismo instante se adquiere conciencia de que para comprar en Ikea es necesario un cursillo previo de capacitación, convertirse en vendedor, almacenista y transportista de uno mismo. Incluso parece recomendable trabajar un rato de cajero: tú haces la cuenta y tú te la cobras. Gran invento Ikea, el consumo liberado de culpa y excusas, adición pura como el juego solitario del ludópata ante la tragaperras: nadie te vende nada, nadie te cobra nada... Uno mismo es el único responsable de la mesa Höjhrengrum sobre la que ahora reposan la impresora, el teléfono, el módem y unos cuantos cacharros más. Portento: fui yo, lo hice yo y nadie más. Mea culpa y santas pascuas.
Segundo círculo en lo profundo dantesco: encontrar el coche en el párking. Por saber, sabíamos que estaba allí. ¿Pero dónde? Mejor no preguntar a nadie porque, no lo olvidemos: Ikea. Usted mismo. Los guarismos del ascensor (-3, -2, -1, 0, 1), se convierten en el último calvario; arriba, abajo, otra vez arriba de la nada. Y servidor empujando el carro con la mesa Höjhrengrum (lo que se supone que es la mesa Höjhrengrum desmontada y embalada), un salero de diseño que ocupa lo que una urna funeraria, dos velas aromáticas que huelen a frambuesa y vainilla, un perol con tapadera, cubertería de veinticuatro piezas, un cubo de plástico que alguna utilidad tendrá y dos alfombrillas que no me acuerdo para lo que sirven. Las compras ocuparon hora y media, entre dar con el objeto de nuestra necesidad, escribir y cumplimentar correctamente el formulario, buscar en el almacén, viajar hasta la caja y cobrarnos. Dar con el coche fue trabajo distinto y más laborioso, otra hora y media bastante más larga y mucho más angustiosa. Ya me veía como Tom Hanks en La terminal, atrapado en el absurdo y condenado a residir unos cuantos años en el párking de Ikea. Al final, venturosamente, Ignacio de Loyola intercedió por nosotros. Allende la sección P/1-22/A1 estaba el automóvil, tan amarillo como siempre, tan quietecito, como si no hubiese roto un plato en la vida...
Todo lo cual sucedió ayer, sábado. Hoy, domingo, me he despertado a las 12'15. Hacía muchos años que no amanecía a semejantes horas. Creo que voy a esperar otros tantos, calculo que aproximadamente medio siglo, para volver al parking maldito. Y a Ikea. Y a cualquier centro comercial que no se llame, por lo menos, "Ultramarinos Fernández", que esté cerca de casa y se pueda ir andando. Ese lujo, digo bien: an-dan-do. O sea: a pie. O sea caminando. Es decir: sin coche, amarillo o rojo ferrari que fuese.
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