El destino de los hombres es el capricho de los dioses, probablemente. Y por encima de la voluntad de los dioses sólo se encuentra la Historia, que es, a su vez, voluntad de ser (humana voluntad, tan apasionada y dramáticamente humana).
En esta contradicción se desenvuelven los personajes de la novela de Luis Villalón Camacho. Se saben, al mismo tiempo, forjadores de su suerte y la de sus semejantes por una parte, y, por otra, tenaces sombras que transitan bajo la tempestuosa realidad, una época decisiva para el mundo heleno, subrayada por episodios memorables que siempre han brillado más que las armas: Salamina, Maratón, las Termópilas, Platea...
En una narración de esta índole siempre hay un héroe. Se llama Arimnesto y vive en un olivo, árbol sagrado. Dormir entre el ramaje de árbol tan arisco no debe de ser cómodo, y dejarse recorrer por el tiempo sin más pretensión que estar allí, bajo el olivo o sobre él, sin apartarse de la sombra que ese árbol nunca va darle (porque los olivos no dan sombra), ni siquiera cuando pasa por encima el numerosísimo ejército persa, seguro que también es arriesgado, además de incómodo. Pero lo hace, Arimnesto; es el héroe que planta sus pies en la tierra y su corazón en la incertidumbre, se sospecha mota de polvo en el vendaval del destino y acepta semejante fatalidad con espartana resignación. Porque Arimnesto es espartano. También ateniense y plateense. Como todos los helenos de su tiempo, puede ser muchas cosas o no ser nada; en el fondo da igual porque la Historia, aunque no esté escrita, se escribirá conforme al dictado de fuerzas muy ajenas y muy superiores. O quizás no. Tal vez por eso nuestro héroe (espartano), deja su olivo y combate a los persas, pasa muchos años en compañía de Cavílides y su hijo Evandro, decide formar su propia familia, regresa a Esparta, organiza la gloriosa derrota frente a los mesenios en Esteníclaros... Hay que aceptarlo: no se puede vivir sin voluntad de ser. No hay Historia sin presunción de destino.
Hellenikon...
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