José Vicente Pascual González - Blogs
El MUNDO - 25/01/2011
TRIBUNA: POLÍTICA Y SOCIEDAD
En el 25 aniversario de su muerte, el autor recuerda al ex alcalde de Madrid y reivindica su ideario progresista. Lamenta que los dirigentes actuales traten de lavar el cerebro de los ciudadanos tratándolos como si fueran niños
Querido profesor: Hay ocasiones en que el tiempo se esfuerza en lavar la añoranza, pero el alma sigue herida. Además este año también se ha ido Berlanga allá a donde los espíritus geniales tengan reservada morada, y su marcha tampoco ha ayudado al sosiego. Con tanta orfandad, se abren grietas por las que se cuela la tristeza; por eso en esta ocasión le escribo desde el desconsuelo y también desde la indignación, y sin el ánimo festivo que usted supo transmitir a cuantos compartimos años de aprendizaje, valores éticos y compromiso con unos ideales que siguen vigentes y, en mi opinión, más necesarios incluso que cuando los invocábamos y reclamábamos.
Puede que la indignación sea pócima que avive la lucidez, o alimente el pesimismo, pero lo cierto es que estoy persuadido de que han pesado 25 años desde que usted puso fin al viaje de la vida y el mundo no es mejor que cuando lo dejó. Ha bastado un cuarto de siglo para que apenas lo reconozcamos. Aquellos sueños de una sociedad justa, libre, solidaria y en armonía con el medio que nos alimentaba no sólo no se han cumplido sino que nos hemos empeñado en edificar un modelo de sociedad cada vez más injusto e insolidario, y menos libre. Cuando usted dejó escrito en Europa o el fin de la utopía que «si no pensamos por delante, si no avanzamos, vamos a caer en la necedad de pensar que las ideas superiores no sirven en momentos de crisis», acertó de plano, pero nadie atendió a la advertencia. Y el resultado de este deterioro de la libertad y fuga de la sensatez ha conducido a un modelo de sociedad defendido por igual por los gobiernos conservadores y progresistas, ambos rendidos ante un pragmatismo desideologizado y ante el que los individuos carecemos de más salida que la resignación. O la sumisión. ¿Recuerda El perseguidor, de Julio Cortázar, refiriéndose a Johnny, el saxofonista, cuando decía aquello de «Me siento como un hueco a su lado»? Por desgracia, ahora, con respecto a esta sociedad, todos somos un hueco.
No son sólo la gran crisis económica provocada por la avaricia del dinero, la amenaza del terrorismo internacional y el cambio climático que está destruyendo este hogar compartido que es la Tierra los que exigen un replanteamiento global y un principio de rectificación. Es que, considerados ciudadano a ciudadano, parece haberse pactado una conjura para que todos estemos inmovilizados por el miedo. Cabe pensar, don Enrique, que el culto al miedo ha sustituido a las viejas creencias religiosas en la intimidad del ser humano. De hecho, uno de cada dos anuncios publicitarios aconseja adquirir milagros para preservar la salud, conservar una apariencia jovial o comprar un nicho de seguridad. Además, las leyes que se promulgan, en lugar de liberar a los ciudadanos, han erigido un Estado-padre que considera menores de edad a sus súbditos, y la gestión de los gobiernos tiene una deliberada finalidad económica de cuadrar las cuentas públicas, al dictado del mercado, y así intentar ganar las siguientes elecciones. No se plantean soluciones de futuro ni se piensa por delante porque los gobernantes se conforman con salidas fáciles hasta los siguientes comicios. No se asombre, profesor: si me pregunta quiénes nos gobiernan, responderé que gente joven de partido que no se relaciona con la sociedad, sólo se aplauden entre ellos en las madrigueras de su organización, así que no es de extrañar que sumen a la ignorancia la ambición, y a la ambición, la complacencia.
No le gustaría el camino por el que transitamos, profesor. Ni tampoco la meta que se vislumbra en el horizonte. Todo aquello en lo que creíamos ha dejado de importar y la jerarquía de valores que defendíamos se ha desmoronado cual castillo de naipes. La realidad de 2011, un cuarto de siglo después, es que no se impide la injusta acumulación de riqueza en unas pocas manos mientras, para distraer, se dictan leyes y más leyes que no figuraban en los programas electorales, convencidos de que aquellos votos autorizan después a decidir cualquier cosa en nombre de los ciudadanos. ¿Sabe que ahora, entre otras muchas cosas, se prohíbe despachar una botella de cava después de las 10 de la noche, vender un antibiótico sin receta y fumar? Además se puede castigar con penas de cárcel por conducir deprisa, se dificulta educar a los hijos en el idioma español en Cataluña, se cuestiona el derecho a remunerar una creación artística, se impide conducir sin cinturón de seguridad y viajar en avión con un frasco de colonia. Niegan la idea de que los ciudadanos son mayores de edad y para ello articulan un burdo sistema propagandístico de lavado de cerebro y sancionan cualquier actitud diferente a la resignación.
Por el contrario, y aunque le cueste trabajo creerlo, profesor, se puede vender alimentos adulterados y pescado con mercurio, especular con el suelo y la vivienda, explotar a los jóvenes con contratos temporales sin horario, con salarios indignos y sin garantías laborales… Se sabe que el suicidio es la primera causa de muerte en menores de 35 años en España, sin que la responsabilidad de la escuela, las empresas y la sociedad se contemple, y se autoriza la contaminación urbana, la desertización, el envenenamiento de ríos y la destrucción del planeta con emisiones de CO2. En definitiva, se decide que cualquier actividad humana debe ser regulada y sancionable mientras otras se desatienden interesadamente.
Esta es, vista desde la indignación y el desconsuelo, la situación 25 años después de haberse marchado, profesor. Somos un hueco, como le decía, y los ciudadanos (asombrados o atemorizados) alzamos los hombros y nos conformamos. Aquel espíritu inconformista que surge de la reflexión serena, aquellas ideologías, al igual que la reivindicación de ser tratados como seres humanos con los derechos y deberes nacidos en la Revolución Francesa, han dado paso a un mundo temeroso y hostil en el que el deber primordial no es ayudar al vecino sino denunciarlo a la menor sospecha, jaleándose por los gobiernos la delación y acercándonos a aquel infierno que Orwell describió en su novela 1984. Ah, lo olvidaba: Montesquieu ha muerto. Los poderes Ejecutivo y Legislativo pertenecen, aunque lo nieguen, al mismo patrón, y el Judicial ha de sancionar sus decisiones o ser acusado de injerencia política.
Don Enrique: ¿a dónde fueron a parar los sueños? ¿Adónde aquellas utopías que nos mostraban el camino porque sabíamos que eran planteamientos imposibles en el momento de su formulación, pero realizables quizás algún día? Tal vez fueron enterradas con su generación, profesor, porque de aquellas pretensiones apenas queda una protesta marginal que a poco o nada conduce.
La indignación se acrecienta cuando se comprueba cuán pocos son quienes se alzan en rebeldía o siquiera añoran un punto de referencia intelectual para intentar reconducir el orden de las cosas. De aquellos que nos ilustraban, Lang, Bobbio, Senghor o usted mismo, quedan pocos y se les ignora. Los intelectuales fueron sustituidos por algunos políticos con una cierta concepción del Estado, pero también fueron reemplazados y ya no quedó nada. Se mire hacia donde se mire, profesor, hace mucho frío.
Recordarle en un día como hoy es un privilegio; un pequeño lujo que todavía podemos disfrutar. Leer sus Obras Completas, de las que ya se han publicado cinco tomos, un aprendizaje impagable. Y pensar que España fue un país en el que tuvieron cabida maestros como usted, una llamada a la nostalgia. Hoy se acuña el pensamiento barojiano de que «la mitad de los problemas de España se resolverían si todos nos estuviéramos tres meses callados», y amparándose en la exageración (usted me enseñó que toda exageración encierra un gran vacío), se pretende que no sean sólo tres meses de silencio, sino siempre.
Hay ocasiones en las que el tiempo se esfuerza en lavar las ausencias, profesor, pero el desconsuelo también proviene de que vivimos días llenos de aristas. Por eso, hoy, añoro sus enseñanzas, su compañía, su concepción del mundo y, junto a todo ello, el futuro que creímos estar construyendo.
Nos equivocamos, don Enrique. Tal vez algún día cambien las cosas y podamos celebrar el renacimiento de un mundo de ideas nobles. Hasta entonces yo seguiré de pie, oponiéndome y resistiendo, mientras pueda, como lo haría usted. Aunque dicen que es una batalla perdida, y puede que tengan razón; pero es preciso seguir. Por eso, 25 años después de su muerte, le reitero mi deseo de perseverar en su magisterio, despidiéndome con el lema que todos coreamos en su multitudinario adiós: «Hasta siempre, profesor».
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